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Roma

No sé cómo terminé allí después de dar vueltas por el barrio veraniego que sigue igual que siempre: sentada en una pequeña colina, contemplando desde lejos cómo Noah entrenaba a unos niños que estaban aprendiendo a hacer surf en la playa. El sol brillaba intensamente, haciendo que el agua turquesa del océano pareciera brillar con millones de pequeños destellos.

Creo que no me vio todavía, estoy demasiado lejos.

Noah se movía con gracia y confianza por la orilla, llevando consigo una tabla de surf. Su cabello estaba revuelto por el viento marino y sus ojos brillaban con emoción mientras les explicaba a los niños los fundamentos de este deporte acuático. Me quedé fascinada por su dedicación, recordando cómo solíamos pasar innumerables horas juntos en esta misma playa cuando éramos niños. Nuestro vínculo era y sigue siendo tan fuerte que incluso cuando la vida nos lleva por caminos diferentes, siempre parece que hay algo más allá que hace que nos encontremos el camino de regreso el uno hacia el otro. Es por eso que estaba allí, ¿no? Observando como madre orgullosa a Noah mientras él le transmitía su amor por el surf a la próxima generación, aunque bueno...

También estaba allí por una charla pendiente, pero ese no era el punto.

Los niños seguían las instrucciones de Noah con entusiasmo, intentando imitar sus movimientos y capturar cada palabra que decía. Era increíble ver cómo Noah había logrado inspirarlos y motivarlos tanto en tan poco tiempo. Al parecer, era bueno con los niños.

Recuerdo cuando Noah me enseñó a surfear por primera vez. Fueron momentos de risas, caídas y aprendizaje. Él siempre tuvo la paciencia y la habilidad para guiarme y darme seguridad a medida que yo tomaba riesgos en las olas. Gracias a él, el surf se convirtió en una parte nostálgica de mi vida, en una forma de escape y libertad, pero hace años que no toco una tabla; desde que estoy con Owen no he vuelto a la playa hasta ahora y lo de surfear en esas piscinas artificiales no me va.

Mientras observaba cómo Noah salía del agua con los niños, una vibra de mi infancia ligera me volvía al cuerpo: la sensación de esperarlo cuando él terminaba de surfear justo cuando todavía papá y mamá no me dejaban subirme a una tabla. Agradecía poder volver a estar allí, en la casa del verano, a pesar de todo.

Mi móvil vibró en el bolsillo y mis pensamientos se fueron volando de repente cuando vi la notificación.

Owen: Esta tarde no te escaparás de mí. Y dile a tu amiguito que no se meta en lo nuestro, no me gustan para nada los cuartos en discordia, bonita.
11:00

¿Cuartos? Será idiota...

Suspiré y decidí que lo mejor sería apagar mi celular, pues el tema de juntarnos lo discutiría yo misma después de reflexionar un poco —mucho— sobre todo lo que estaba pasando. Lo siguiente que hice fue levantar la mirada, pero ya no lo vi. ¿Dónde te has metido, Noah? Habían llegado los padres de los niños, los estaban saludando a abrazos a unos veinte pasos de mí, pero de él, no había rastros.

—¿Cómo que no has completado el equipo? —el tono, para nada tranquilo, de lo que parecía ser un anciano se oyó a mis espaldas, cerca del puesto de comidas rápidas de la playa en el que vendían zumos, tragos y frutas.

—Nani se ha doblado el tobillo, Lolo —era ahora la voz de Noah que respondía y, por un segundo me hizo pensar, ¿en qué momento demoré tanto viendo ese mensaje para que él pueda teletransportarse?—. No va a poder surfear así, es en un mes, forzar el pie con un posible esguince es como herirlo de manera asegurada. Y, además, ella no quiere hacerlo porque...

Giré un poco la cabeza para verlos, estaban dentro de ese puesto y estaba bastante oscuro, por ende, creo que la mejor idea era limitarme a escucharlos manteniendo mi vista en el mar.

Efectos Secundarios ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora