12

866 73 10
                                    

Roma

El entrenamiento fue duro. Y en todos sus aspectos. Cuando uno ve a gente surfeando en la playa, además de creer que es algo asombrante, suele pensar que sólo consta de equilibro, pero no, no es para nada sencillo. Requiere de fuerza, concentración, estrategia y sobretodo, mente. Mente limpia. Porque si te frustras y no mantienes la calma, raramente lo conseguirás.

Nos quedamos unas largas horas de la mañana en aquella playa abierta de siempre. Entramos en calor —lo que debería haber hecho yo antes de lanzarnos al agua con mi nueva mejor amiga, Lizzy, sin anestesia— y nos sumergimos todos a flote con nuestras tablas.

El surf consiste en disciplina, en intententarlo una y otra vez hasta que salga, me preguntaba si eso aplicaba también para las relaciones y mi respuesta fue un crudo «no» con sabor a «ojalá el intentarlo con todo tu ser haga que funcione», pero a veces no basta con querer e intentar, cada tanto las cosas se ponen difíciles de más para demostrarte que tu camino es otro.

En fin.

Volviendo a la disciplina, es importante tenerla y mantenerla; por ello, cada uno de nosotros estaba metido en lo suyo, con su respectivo espacio, hasta que la ola que surfeabamos acababa cerca y nos terminábamos encontrando. Para volver a intentarlo, teníamos que volver a lo profundo por lo que, de coincidir con alguno, me tomaba ese regreso como una pequeña charla.

—A tu hermano le está costando un poco más, pero a ti realmente se te da bien esto, castaña —murmuró Ted en una de esas y venidas juntos. Abrí el agua con ayuda de mis brazos evitando sonreír—. Pues mira que si sonríes la tabla no se te escapará —me avisó, irónico. Me tomé el descaro de mirarlo, pensativa, cuando su tabla subía la misma ola que la mía—. Alvia la cara un poco, estar enojada con el mundo a veces sí te puede hacer perder el control de la tabla.

Los amigos de Noah eran todos simpáticos y acogedores como él. No tardaban ni un segundo en integrarte al grupo como uno más de ellos. A Eric y a mí nos cayeron bien al instante, tanto que luego de ese extenso entrenamiento quedamos todos para comer en un sitio que, según mi novio falso, era el mejor de la zona.

Tomé el celular luego de un siglo, escapando de la conversación entre Nani, Justin y Noah acerca de si era mejor el pescado o el pollo.

Allí seguía, el chat que solía estar fijado encima de todo mi WhatsApp, dentro de mis archivados junto a todas esas personas que en algún momento de mi vida lo fueron todo, pero, por alguna razón u otra, dejaron de serlo. Esa amiga que al final de cuentas solo quería ser yo y me odiaba en secreto, mis colegas de aquellos lugares en los que solo estudié por meses por la giras de mamá y papá y... él.

Owen.

Pensé en si abrir el chat era una buena opción o no —creánme, lo hice por un minuto entero—; sin embargo, mi corazón me guiaba devuelta a sus brazos aunque mi mente me decía que no, que debía respetar el mmh... ¿Cómo se llama esa etapa en la que no tienes que verte con una persona e ignorarla porque básicamente te han enseñado a perseguir lo que amas pero no a qué hacer cuando lo que amas no lucha por ti y ahora te han roto en mil pedazos? Ah, sí, contacto cero. Esa puta mierda.

Owen: ¿Podemos hablar?
10:00 a.m

Owen: No puedo dormir
hace días, de verdad, Ro.
21:00 p.m

Efectos Secundarios ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora