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Alba
Primera firma

Natalia ahondó más la tierra con los dedos. Ya podría imaginar cómo iba a enfadarse su madre cuando le viera las uñas negras. Le advertí que era mejor utilizar mi rastrillo, pero la tonta dijo que no porque era de color amarillo. ¿Y qué más daba?

- ¡Un rastrillo es un rastrillo sea del color que sea, Natalia!- exclamé con las manos en la cintura.

-Bueno, pero no me gusta tu rastrillo, Alba. Puedo hacerlo así, ¿ves? Ya está.

-Es poco profundo.

-Está perfecto.

-Seguro que, dos minutos después de que lo cubramos,  lo encuentra y escarba.

-Entonces no dejes que tu maldito chucho escarbe en la tierra.

-¡Queen no es ninguna maldita! ¡Y mis padres dicen que, si vuelves a maldecir, hablarán con los tuyos!

-¡Mis padres dicen que, si tu perra vuelve a escarbarnos la tierra, hablarán con los tuyos!

Fruncí el ceño y la miré mal. A veces Natalia era un poco idiota, pero era mi mejor amiga, así que tenía que aguantarme.

-Queen está triste porque gritas mucho.

Natalia miró a mi perra, que estaba relajada lamiéndose una pata.

-Yo no la veo triste.

-Tú no la conoces.

Soltó una risa porque la conocía. Claro que la conocía. Éramos vecinas, nuestras granjas estaban juntas, o, mejor dicho, estaban unidas por una valla que separaba las tierras de su familia de las tierras de la mía. Para llegar a su casa, siempre tenía que dar una buena caminata por el campo, pero no me importaba, porque tenía a Queen conmigo y, además, así aprovechaba para saludar al ganado.

-Creo que ahora sí que lo está.

Natalia se levantó y se limpió las manos en los pantalones. Sí, su madre iba a matarla. Para tener ocho años, era una chica alta. Todo el mundo decía que parecía más mayor, al contrario que lo que ocurría conmigo. Todo el mundo decía que era una pequeña adorable.

Odiaba ser pequeña y adorable.

¡Quería ser como Natalia! A ella siempre le decían los mejores piropos. Ella iba a hacerse cargo de todo el legado de la familia Lacunza y yo seguro que ayudaría a mamá en sus quehaceres. Arg. Ser la pequeña era un rollo. Natalia era la hermana mayor y yo era la tercera. Ser la tercera era horrible. No podía estrenar mucha ropa, salvo los vestidos que me ponía el día de solsticio, y mamá y papá estaban tan ocupados que, al final, quienes me mandaban eran mis hermanos mayores. María, que tenia nueve años y Joan, que tenía doce y se pensaba que ya era adulto y podía darle órdenes a todo el mundo.

En ese sentido, Natalia había tenido muchísima suerte. Tenía dos hermanas también, pero eran pequeñas.

-Alba, ¿me escuchas? Tienes que atenderme antes de que vengan Marta y Sabela.

Marta y Sabela eran sus hermanas pequeñas. Tenían dos y cinco años y su juego favorito era perseguir a Natalia por todas partes.

-De acuerdo, creo ahora sí que nos sirve.

Saqué de mi bolsa de tela la caja roja de latón que había cogido de la granja. Dentro estaba la libreta con el contrato que habíamos hecho juntas después de que en clase nos explicaran para que servía. También metí un anillo con forma de trébol, porque teníamos que poner algo importante para nosotras y en ese me lo había regalado papá la primera vez que había montado a caballo yo sola. Natalia puso un pequeño peluche de una oveja que había tejido su madre cuando era bebé, porque decía que ya no lo necesitaba para dormir. Me parecía una buena elección, porque las dos habíamos cogido algo que nos importaba mucho y eso hacía que todo fuera más especial.

El tiempo que tuvimosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora