24

133 14 0
                                    

Natalia

—Hija, ¿no dices nada? Es Alba, no un fantasma.

La voz de mi madre consiguió que dejara de mirar fijamente a Alba y supongo que eso era bueno. Carraspeé, sin saber bien cómo actuar, y me acerqué a ellos. Le estreché la mano a Joan primero con la esperanza de que esto me diera margen y tiempo para prepararme, pero no conseguí mucho, salvo constatar que seguía en forma por el modo en que me apretó la mano.

—¿Cómo va todo? —preguntó él con una sonrisa educada.

—Bien, con mucho trabajo, ya sabes, sin novedad. ¿Así que eres el nuevo veterinario?

—Eso parece, aunque el señor Martínez todavía se quedará un tiempo trabajando. La intención es que vaya delegando poco a poco.

—Siempre se te dieron bien los animales —admití.

—Sí, bueno, ahora tengo estudios que lo avalan y más experiencia. Por lo demás, todo sigue igual.

Sonreí, me pareció una frase de lo más irónica, sobre todo teniendo en cuenta que Alba, a su lado, se había puesto de pie, pero no decía ni una palabra. Supuse que esperaba que yo la saludara. Todos lo esperaban.

—Alba. —Sonreí como pude y di un paso para abrazarla.

Y entonces ocurrió.

Echamos por tierra esa ley no escrita que habla de reencuentros mágicos donde un simple abrazo sirve para poner las cosas en su sitio. El abrazo que Alba y yo nos dimos fue incómodo y torpe. Un intento de fingir algo. No sabíamos qué.

—Se te ve bien —dije, porque así era.

—Gracias —respondió en un tono tirante que no me pasó desapercibido—. A ti se te ve viva. Teniendo en cuenta que dejé de saber de ti, es una buena noticia.

Al parecer, había cosas que no cambiaban. El don de Alba Reche para disparar dardos envenenados, por ejemplo.

Me hubiera gustado responder, pero en eso, como en otras muchas cosas, Alba siempre me había llevado ventaja. Era avispada, tenía la lengua afilada y un carácter que lo gobernaba todo. Y, pese a ello, me alegraba que siguiera siendo así, que no se hubiera dejado pisotear ni manejar por nadie en aquellos años que habíamos estado separadas.

Otra cosa era que lograra hacerme sentir mal. No, eso no pasaría. Había tenido mis razones para dejar de responder a sus mensajes. Unas razones tan válidas como para no explicarlas a la primera de cambio.

—¿Dónde está el resto de la familia?

Fui consciente del modo en que Alba desvió la mirada. Fruncí el ceño. En cualquier otro momento, se habría lanzado a parlotear, pero fue Joan quien respondió.

—Mi madre y María se han quedado en Houston. Se han adaptado por completo a la vida estadounidense y, de momento, no piensan en volver.

—Me alegro mucho por vuestra madre —dijo la mía—. Hablo a veces con ella y me reconforta oírla contenta. Aunque imagino que os echará mucho de menos.

—Sí, bueno, y nosotros a ella —respondió Alba—, pero supongo que ahora somos la excusa para que vuelva, aunque sea de vacaciones.

—Será un placer acogerla en casa si es así. —Mi padre habló con tal solemnidad que era imposible no creerlo.

Antes de que Alba se marchara, nuestros padres habían estado muy unidos. No cumplíamos eso que suele decirse de que los vecinos de granja se llevan mal. De hecho, nunca hubo rivalidad en ese aspecto. Los Lacunza y los Reche habían sido dos familias unidas hasta que la desgracia hizo que los segundos se marcharan.

—¿Dónde os quedáis vosotros, por cierto?

Fue un presentimiento. Uno malo. En otros tiempos, Alba me habría dicho que mis pensamientos estaban guiados por las hadas. En aquel instante, en cambio, solo guardó silencio y, de nuevo, desvió los ojos cuando la miré.

—Se quedarán en la casa. —Mi madre confirmó mis sospechas y yo asentí, pero intenté no mostrar ningún tipo de emoción. Ni buena ni mala.

Eso no quiere decir que no estuviera maldiciendo por dentro.

Que Alba hubiese vuelto a mi vida ya era una sorpresa, pero que viviese en casa de mis padres, a escasos metros del granero, donde yo estaba... aquello me parecía excesivo.

—Sí, pensé que podríamos quedarnos en alguna habitación de nuestra antigua granja, pero tu padre insiste en que es mejor que estemos aquí, porque tenéis todas las habitaciones al completo. Me alegro, significa que las granjas marchan.

Joan no dijo nada con mala intención, estoy segura, pero fui dolorosamente consciente de que ellos antes tenían una casa familiar tan grande como la nuestra. En aquellos instantes, no tenían nada, salvo lo que alquilasen.

—Seguro que encontráis algo rápido —ofrecí con una sonrisa.

—¿No me has oído, Natalia? —aclaró mi madre—. Ya lo han hecho. Se quedarán en casa. Sabela y Marta están sacando sus cosas del apartamento para que puedan alojarse.

—¿Apartamento?

—Hija, ¿te has golpeado la cabeza contra alguna valla? —preguntó mi padre impaciente.

—Perdón, habéis dicho que dormirían en casa y...

—Sí, en casa, pero no aquí, donde no podrían tener intimidad, bien lo sabemos tu madre y yo —refunfuñó mi padre—. Alquilarán el apartamento de arriba del granero. No es muy grande, pero tiene dos camas independientes, así que podrán apañarse.

—Ha sido muy generoso al ofrecernos el apartamento a tan buen precio —dijo Joan.

—Es un placer, chico. Esto es lo mínimo que puedo hacer por los hijos de los Reche. Vosotros sois como familia. Os he visto corretear en pañales por ahí, así que hacedme un favor, no me deis las gracias de nuevo y dejad de tratarme con formalidad. Va a darme un infarto si no volvéis a tutearme inmediatamente —sentenció mi padre.

Alba, Joan y mi madre se rieron. Yo no. Pero no porque no quisiera, sino porque, en mi cabeza, todo había dejado de tener sentido desde que oí la frase: «Alquilarán el apartamento de arriba del granero».

Estoy bastante seguro de que Alba Reche nunca fue consciente de la facilidad que tenía para poner mi vida del revés, aun sin proponérselo. Imagino que todo aquello no fue cosa suya, pero eso no impidió que yo pensara en la catástrofe que era tenerla, no solo de vuelta, sino a un tabique de distancia.

En aquel instante, me habría gustado jurar que las cosas no podían ir a peor, pero no era tonta. Habíamos vivido demasiadas cosas juntas como para saber que tratándose de ella, de nosotras, las cosas siempre podían empeorar.

El tiempo que tuvimosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora