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Natalia

—¿Estás segura de que es lo mejor?

Miré a mi hermana Sabela, que entrecerraba los ojos intentando que el sol no la deslumbrara.

—Deberías usar gafas de sol —murmuré.

—¿Y a qué narices viene eso, Natalia?

—Te están saliendo pecas.

—¡Serás idiota!

—No lo digo como algo malo, ¿vale? Solo... Bah, déjalo.

—Si nos lo confirma, no lo voy a soportar. —A mi lado, mi hermana Marta se mordisqueaba las uñas con nerviosismo.

—Es lo mejor, chicas, lo hemos hablado muchas veces.

—Eso no hace que sea más sencillo —insistió Sabela.

En eso no podía quitarle la razón. Cuando el veterinario salió del establo, solo necesité verle la cara para saber cuál era la valoración definitiva.

—Sé que queréis mucho a Luisa, pero está sufriendo demasiado. Su circulación no es buena y su pata está muy lejos de mejorar.

—¿Lo tienes claro?

El veterinario suspiró, visiblemente frustrado.

—Ojalá no fuera así pero creo que lo mejor, por razones humanitarias, es sacrificarla.

—¿Cómo va a ser humanitario sacrificarla? —sollozó Marta.

—Está sufriendo y cada vez irá a peor —dijo el veterinario.

—Pero...

—Llevamos ya un tiempo así. No mejora, al contrario, empeora, y cada vez irá a más. Su riego sanguíneo ya es terrible. No va a volver a ser la yegua de antes, cielo. Mantenerlo con vida es más un acto egoísta que otra cosa.

Mi hermana se tapó la boca, horrorizada. De todos nosotros, era la más sensible y Luisa era importante para ella. Para toda la familia. La conocíamos desde que éramos prácticamente niños, cuando pertenecía a la granja de los Reche.

A Alba.

Me relamí los labios, que se me secaron de repente al recordar sus primeros mensajes cuando se marchó a Estados Unidos, no dejaba de preguntar por ella. Por un instante, sentí el impulso de escribirle y hacerle saber que su yegua, porque seguía siendo un poco suya, estaba a punto de morir, pero después pensé en nuestros últimos intercambios de mensajes y... no.

Lo mejor era dejar las cosas como estaban.

De todos modos, ella también había dejado de preguntar por Luisa. No de golpe, claro, había sido algo gradual. Pareció olvidarse de la yegua igual que de todo lo demás, con una lentitud agonizante, pero sin detenerse en ningún momento.

—Mirad, chicas, si queréis esperar un poco a que el nuevo veterinario le eche un ojo, no hay problema. Quiero que tengáis claro que no es un capricho mío, sino una recomendación, por el bien de Luisa.

—¿Nuevo veterinario? —pregunté.

—Estoy viejo, Lacunza. ¿Acaso no te has dado cuenta? —Soltó una carcajada y se limpió las manos en la tela de los pantalones—. Se lo dije a tu padre, ¿no te lo ha contado?

No, no me lo había contado, pero tampoco podía culparlo. El trabajo en la granja estaba siendo abrumador. Tanto que había días en que ni siquiera veía a mi padre y eso que seguíamos viviendo más o menos juntos.

Más o menos, porque hacía unos meses que había decidido mudarme a uno de los apartamentos que había sobre el granero. Eran dos en total y, hasta no hacía tanto, se habían alquilado a trabajadores esporádicos de la granja. En aquellos instantes, los que teníamos se quedaban en la casa de los Reche, que habíamos adaptado para que pudieran convivir con más espacio. Yo me había quedado con uno de los apartamentos y corría con los gastos de mantenimiento. El otro, mientras no fuera necesario, lo ocupaban Sabela y Marta en días alternos, dependiendo de quién lo necesitara. Era un incordio, porque normalmente lo usaban para organizar quedadas con amigos o, peor, noches de chicas cuando alguna de ellas o sus amigas estaba deprimida por culpa de algún tío y necesitaban un lugar en el que odiar profundamente al género masculino. Esas noches eran las peores, porque bebían.

El tiempo que tuvimosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora