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Alba

—Eh, ¿le has escrito a Natalia?

Las palabras de María fueron como un puñal por lo inesperadas, más que otra cosa.

—¿Para qué? —pregunté.

—Para felicitarle la Navidad. ¿Para qué si no?

A favor de María había que decir que normalmente no se enteraba de nada. Era una mujer ocupada, sí, pero sobre todo se debía a su egocentrismo. Mi hermana no era mala, pero era la que mejor y más rápido había rehecho su vida en Estados Unidos. En ocasiones, cuando hablaba con ella, sentía que ya era tan estadounidense como cualquiera de las personas que había conocido allí. Era raro, pero ella parecía feliz. Se había integrado, tenía amigos, una novia que me caía bien y un trabajo que le gustaba en un supermercado. Quizá por eso me sorprendió tanto que de pronto preguntara por Natalia. Sabía que Joan y ella se llevaban bien y mantenían alguna relación, pero María no guardaba trato con nada ni con nadie de nuestro antiguo pueblo.

—Natalia y yo ya no hablamos.

Odié cada segundo del silencio que se hizo en la mesa. Mi madre, Joan y María me miraron como si hubiera dicho que había pensado en implantarme un ojo en la frente.

—¿Por qué no? —preguntó mi madre.

Me fijé en su pelo, estaba mucho más corto. Se había hecho un recogido para la comida de Navidad y parecía contenta. Serena. En realidad, mi madre había sido todo un ejemplo de superación. Cuando papá murió, se quedó destrozada, pero no permitió que la situación se alargase. Buscó trabajo, se apuntó a clases de pintura, más tarde de cerámica y consiguió hacer amigos y rehacer su vida con el paso de los años. Había pasado mucho tiempo, pero yo todavía me preguntaba si ella pensaba en él tanto como lo hacía yo.

Aunque me avergüence reconocerlo, me preguntaba a menudo si alguien más en la familia pensaba en el modo en que lo habíamos cambiado todo para nada.

—No lo sé, mamá —dije sonriendo, no me encontraba con humor—. ¿La vida?

—¿No discutisteis? —insistió María.

—No. Simplemente nos alejamos. Es lo normal, ella tiene su vida allí y yo la mía aquí. —Todos me miraron como si estuviera diciendo que ese año Santa Claus iba a vestirse de verde y no de rojo—. No sé de qué os sorprendéis tanto. Vosotros ya no tenéis contacto con nadie del pueblo.

—No es cierto. Sigo hablando con los padres de Natalia cada cierto tiempo —dijo mi madre.

Me sorprendió saberlo. Nunca había comentado nada.

—Yo no hablo con nadie, pero es que no tenía ninguna amistad importante. En cambio Natalia y tú...

—María, ¿me pasas el puré? -la interrumpió Joan.

El motivo por el que lo cortó de un modo tan brusco fue evidente incluso para nuestro hermano, que torció la boca y le pasó el puré de patatas.

—Como sea, ella se lo pierde —dijo después de meterse un buen trozo de pavo en la boca.

Sonreí. En realidad, la pobre María no tenía la culpa de no enterarse de nada. Encogí los hombros y pensé en Natalia y en que esas Navidades ni ella me había felicitado ni yo tampoco le había escrito a ella. Claro que, después de que no me respondiera el día de su cumpleaños...

—¿Alguien va a querer postre? —preguntó mi madre—. Estoy llena.

—Yo —dije—, pero antes quiero un poco más de pavo.

—Hija, ya has comido mucho.

—¿Lo has controlado? —pregunté sorprendida.

Mi madre pareció ruborizarse.

—Por supuesto que no. Lo único que digo es que a veces no entiendo dónde metes tanta comida.

Me pasó la fuente con el pavo, pero me negué a cogerla.

—No, ya no tengo apetito —murmuré.

—Cariño, no quería hacerte sentir mal.

—Tranquila.

El ambiente se enrareció y ninguno supimos qué decir. Solía pasar a veces, cuando las cosas se ponían tensas. En ocasiones María hacía una broma desafortunada, pero que relajaba las cosas y otras... bueno, pasábamos unos minutos incómodos y luego fingíamos que no sucedía nada.

Entonces todavía no lo sabía a ciencia cierta, pero más tarde corroboré que ese fue uno de los grandes errores de mi familia, fingir que todo estaba bien, aun cuando no lo estaba.

—Voy a por el postre —dijo Joan levantándose.

—Me lo he pensado mejor. Creo que voy a echarme un rato. Tanta comida me ha debido de sentar mal.

Todos me miraron dejando claro que, por supuesto, no me creían, pero me dio igual. Me retiré de la mesa sin importarme que fuera el día de Navidad. En realidad, aquellas fiestas no podían importarme menos. No entendía bien por qué seguíamos celebrando algo que se supone que servía para reunir a la familia. Nosotros ya vivíamos juntos, así que comíamos cada día reunidos. En mi opinión, aquellas fechas solo servían para que los que habíamos perdido a alguien fuéramos más conscientes de ello que nunca.

Antes de tumbarme, encendí el ordenador, desbloqueé la pantalla y, por impulso, busqué la conversación con Natalia en la aplicación de mensajería.

Me relamí, pensándome si debía escribirle o no, pero vi mi último mensaje enviado, el día de su cumpleaños, medio año atrás, y sentí que el enfado resurgía. ¿Por qué tenía que escribirle cuando era ella quien se había mostrado fría y distante? Observé la pantalla unos instantes más, hasta que empecé a pensar en la posibilidad de que se me fueran los dedos por impulso y le escribiera, así que cerré la aplicación y miré el fondo de pantalla del ordenador.

Me daba igual. Me repetí eso durante un buen rato. No me importaba si ya no quería saber nada de mí. De todos modos, ¿qué sentido tenía mantener una relación de amistad a distancia? Era estúpido. Habíamos crecido, ya no éramos niñas y aquello era lo mejor.

Sí, desde luego que lo era.

No me importaba lo más mínimo Natalia Lacunza.

Me repetí aquello hasta la saciedad, pero las horas pasaron. La noche engulló mi dormitorio y, ya de madrugada, me descubrí yendo a la cocina, sacando el pastel de la nevera y comiendo hasta que me dolió el estómago.

Después, con náuseas, pesadez y remordimientos, me fui a la cama, me tumbé de lado, rodeándome el estómago con los brazos, y lloré como no lo había hecho en mucho tiempo.

Aún hoy, cuando lo recuerdo, me pregunto si mis lágrimas eran de verdad por el pastel o por las esperanzas que murieron al ser consciente de que el último hilo que me mantenía conectada al pueblo se había partido en dos y no había forma de restaurarlo.

El tiempo que tuvimosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora