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Natalia

Aquella noche, mientras me preparaba para irme a dormir, no podía dejar de mirar el tabique que separaba mi apartamento del que ahora ocupaban Alba y Joan. Si algo me gustaba de haberme mudado allí era que, al llegar a casa, podía dejar la tensión a un lado. No tenía que fingir que tenía el control de cada situación que surgía, aunque no fuera así. Podía ser yo misma con mis inseguridades, mi mal humor y mis ganas de no relacionarme demasiado con nadie. La humanidad en general me caía mal y eso era un problema, sobre todo porque, aunque muchas partes de mi trabajo las hacía en solitario, había otras en las que tenía que relacionarme con otros trabajadores o con mi familia.

Me vinieron a la mente todas las veces que Alba me había dicho que parecía una señor mayor en un cuerpo joven. Fruncí el ceño, sin saber bien por qué lo había recordado y me pregunté si sería así desde ese momento. ¿La vuelta de Alba iba a traer con ella recuerdos puntuales de todo lo que habíamos vivido juntas? Porque, si era así, iba a tener que hacer un ejercicio de contención bastante grande. Otro más. Sentía que en ese instante de mi vida todo consistía en hacer malabares con dudoso éxito.

Con mi familia. Con la gente con la que me relacionaba. Con Alba ahora que había vuelto.

Me metí en la cama, agradecí el calor que me ofrecía la colcha y cerré los ojos. Tenía que dormir. El día se me había hecho eterno y los que tenía por delante no serían fáciles, así que más me valía descansar.

La imagen de Alba de niña invadió mi mente de pronto. Recordé el día que se cayó de la valla porque se subió con unos tacones de su madre que había encontrado y robado a escondidas. Lloró tanto que el pánico me invadió. Hubo un instante en que me pregunté si sería capaz de dejar de llorar en algún momento. No sé, supongo que en mi mente de niña cabía la posibilidad de que llorase toda la vida por eso. La angustia que había sentido solo fue comparable a la que experimenté en la cocina al verla abrazada a su hermano, incapaz de mantenerme la mirada con actitud desafiante.

En el pasado habría jurado que tenía algún problema. Hubo un tiempo en que podría haber sabido incluso qué pensaba. Hubo, en pasado, porque ya no era así. Yo ya no conocía a Alba y aquella certeza hizo que sintiera un ardor en la garganta que subía desde el estómago por la tráquea. Era una sensación desagradable y oscura que, unida a mis pensamientos, tenía como único fin que me regodeara en todos los momentos del pasado que ya no tenía en mi día a día.

Por eso, porque no podía permitirlo, me levanté de la cama, me puse un pantalón vaquero y una sudadera y bajé al granero. Estuve trabajando hasta bien entrada la madrugada, cuando pareció que el cansancio ganaba por fin a los pensamientos invasivos. Entonces subí, me duché de nuevo y, esta vez sí, conseguí dormir.

Al despertar, sin embargo, tuve la sensación de que me había pasado la noche soñando con una rubia.

—Joder, esto va a ser un infierno —murmuré.

Crucé la estancia hasta la encimera. A diferencia del apartamento de al lado, el mío no tenía el dormitorio delimitado por tabiques, era un poco más pequeño y se comía demasiado espacio. La cama estaba al fondo del salón-cocina y lo único que tenía paredes era el baño, por razones obvias. Preparé café y me quedé observando el modo en que el líquido caía en la jarra, con las manos apoyadas en la encimera, la vista fija y una sensación de rabia y cansancio en el cuerpo. Quizá por eso no oí de primeras que alguien golpeaba con los nudillos en la puerta. Me costó unos instantes, pero, al percatarme, fui a abrir. Estaba completamente segura de quién era y, aun así, deseaba equivocarme.

Al abrir la puerta, me encontré con Joan, lo que debería haberme alegrado, porque yo estaba esperando a Alba. Mi deseo de que fuese otra persona se había cumplido, pero yo no me sentía más contenta.

Y eso me cabreó más.

—Dime. —Reconozco que no fue un saludo amable y mi sonrisa brillaba por su ausencia.

—¿Tienes café? No tengo en la cocina y no voy a poder enfrentar el primer día de trabajo sin una taza.

—Claro. —Abrí más la puerta para dejarlo pasar—. Adelante.

No pude evitar echar un vistazo a su apartamento cuando Joan entró y cerró del todo su puerta. Algo debió de imaginarse, porque señaló su apartamento.

—Alba aún duerme. Anoche le costó conciliar el sueño.

—El jetlag haciendo de las suyas, supongo —dije, pensé que responder «no me importa» era innecesariamente borde.

El problema era que yo solía ser innecesariamente borde desde siempre, así que me pregunté cuánto tardaría en cagarla. Si intentaba contenerme era porque Joan me caía bien. Era serio, como yo. No le gustaba socializar demasiado, como a mí. Y adoraba a su hermana, como... Bueno, como la Natalia del pasado.

—Sí, ha sido un viaje un tanto duro —respondió él mirando el apartamento—. Habéis hecho un buen trabajo con todo esto.

—Gracias. Me gusta pensar que nos hemos vuelto más funcionales con el tiempo. ¿Qué tienes pensado hacer hoy?

—Pues el señor Martínez me dijo que Luisa necesitaba que lo revisara con urgencia.

Por el modo en que pronunció la frase supe que, en realidad, el veterinario le habría informado de toda la situación.

—Marta y Sabela se niegan a sacrificarla sin oír antes otras opiniones —confirmé—. Y lo entiendo, de verdad. Yo también le tengo cariño a Luisa, pero está sufriendo.

Joan asintió con la cabeza serio. Le serví una taza de café y nos sentamos frente a la mesa de la cocina.

—Martínez es un gran veterinario, estoy prácticamente seguro de que mi opinión será muy parecida a la suya, pero es preferible que lo constate y quizá así tus hermanas se queden más tranquilas.

—No son personas dadas a quedarse tranquilas con nada .

Joan se rio y le dio un sorbo a su taza.

—¿Cómo está Miki? Ayer no lo vi por ningún sitio.

—¿Y quién lo ve? Se pasa las horas escapándose para estar en el pueblo con sus amigos.

—Bueno, tiene catorce años. Con esa edad tú también te pasabas la vida escapando de casa. Y no digas que no, porque Alba se escapaba contigo. Ni siquiera soy capaz de recordar el montón de veces que me sacó de quicio por olvidarse de sus tareas, o cuando las hacía rápido y mal solo para poder irse antes contigo.

Intenté sonreír. De verdad que lo intenté, pero es que, joder, había algo que se retorcía en mi interior al recordar cualquier época pasada con Alba.

—Lo sé, pero ahora soy yo quien sufre las consecuencias de que Miki pase de estar por aquí.

Si Joan se dio cuenta del modo en que había desviado la atención, no dijo nada. Nos tomamos el café en silencio, me pidió la camioneta para ir al pueblo y me ofrecí a llevarlo si esperaba a que me vistiera. Entonces no lo sabía, pero tomar café en mi cocina con él cuando el día aún no era día iba a convertirse en una costumbre que acabaría echando terriblemente de menos.

El tiempo que tuvimosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora