23

118 13 1
                                    

Alba

La granja de los Lacunza estaba prácticamente igual que la recordaba, pero ellos no eran los mismos.

María y Mikel Lacunza llevaban la marca del tiempo en sus caras y en el pelo. No eran excesivamente mayores, pero la vida en la granja era dura y se había manifestado de manera inevitable. El padre de Natalia tenía el cabello blanco y las manos llenas de durezas que reflejaban a la perfección su día a día; y su madre, que ya antes se veía cansada, ahora lo parecía mucho más. Intenté no mirarlos impactada, pero me resultaba difícil.

Volver no había sido fácil en ningún sentido. Al principio, cuando mi familia me lo dijo, no supe cómo reaccionar. Nunca había contemplado la posibilidad de regresar porque sabía que mi madre no lo valoraba. Siempre decía que la idea de volver dolía demasiado, que no soportaría la cantidad de recuerdos que mi padre evocaría en nuestro pueblo natal. De todos modos, ya no teníamos la granja y el trabajo en Houston era mucho más agradecido. Y a mí todo aquello me había parecido lógico.

Mi vida estaba donde estaba mi familia, así que no había más que hablar.

No esperé, ni siquiera imaginé, que Joan me plantearía la posibilidad de volver juntos y solos, dejando en Estados Unidos a la mitad de nuestra familia, pero allí estábamos.

Pasé por muchas fases. Me sorprendí, me alteré, me enfadé, recapacité y, por último, me senté a escuchar toda la historia. Necesitaban un veterinario y Joan, al contrario que María, no se había hecho del todo a la vida estadounidense, pese a los años que ya llevaba allí. Echaba de menos la granja, los animales y la vida de pueblo. En realidad, nunca me había parado a pensar que, cuando nos mudamos, él ya era un adulto. Se marchó con nosotros porque no quería separarse de la familia ni de nuestro padre enfermo, pero todos vimos que aquello no le hacía feliz. Simplemente nos habíamos acostumbrado a eso, como a tantas otras cosas.

Ese, quizá, fue el mayor error de mi familia, yo incluida, habíamos dado por hecho la infelicidad. Nos acostumbramos a ella hasta el punto de pensar que era lo normal, cuando no debería serlo.

Aquel día mi hermano me contó que solo necesitó un par de llamadas, según él, para descubrir que John, el dueño de la tienda de restauración y antigüedades, estaba a punto de jubilarse y buscaba aprendiz. No era un trabajo que fuese a hacerme rica, pero era uno que me brindaba la oportunidad de regresar.

«Regresar». Todavía hoy día pienso que no era consciente del significado de esa palabra. Volver suponía abandonar un país al que le había cogido cariño después de tantos años, pero también dejar la mitad de mi familia allí. Sentía que, eligiera lo que eligiera, una parte de mí iba a sufrir, porque Joan ya había decidido que se marchaba, conmigo o sin mí.

Mi familia volvía a desmoronarse.

Pensé en mí de niña. La pequeña Alba no habría imaginado ni en un millón de años que su familia acabaría rompiéndose como un espejo al caer y estallar contra el suelo. Emigramos, perdimos a mi padre y, ahora, Joan se separaba del núcleo y me invitaba a ir con él.

Valoré la posibilidad durante dos días. Fueron horas intensas y dramáticas. Sentía que todo volvía a ir demasiado deprisa, pero bastó una conversación con mi madre. Me aconsejó que me centrara en lo que yo quería en ese instante, sin importar nada más, y entonces me di cuenta de que volver sonaba... esperanzador.

No es que pensara que todo iba a ir de maravilla, no, pero era un modo de intentar salir del pozo en el que estaba sumiendo mi vida en Houston. Al final, miré a mi hermano mayor a los ojos y le dije que me marchaba con él.

Esa noche toda la familia volvió a llorar unida, como cuando mi padre murió, pero después todos nos obligamos a sonreír. Era hora de que cada uno buscara su felicidad. Mamá no se quedaba sola, porque María tenía su vida hecha allí, y yo podría volver con Joan... y ver a Natalia.

En realidad, intenté con todas mis fuerzas no pensar en ella hasta que la decisión estuviera tomada. No quería que fuera un motivo para volver ni para no hacerlo. Ella debía quedarse fuera de toda consideración simple y llanamente porque conocía mi mente y no quería que, al cabo de un tiempo, buscara excusas para responsabilizar a Natalia de decisiones que solo me correspondían a mí.

No, ella no tenía nada que ver con los motivos principales, pero era un motivo y negarlo sería demasiado estúpido.

Me pregunté durante todo el tiempo que duró la organización del viaje, el vuelo y el traslado en carretera cómo sería volver a verla. Cómo estaría físicamente.

Si se alegraría aunque fuera un poco de volver a tenerme enfrente.

Habíamos dejado de hablar por Messenger cuando ella, al parecer, consideró que ya no me necesitaba en su vida de ningún modo, pero mucho antes ya habíamos dejado de mandarnos fotos, así que no tenía ni idea de cómo sería volver a verla.

Por estúpido que suene, pensé que tendría más tiempo para asimilar mi llegada antes de reencontrarme con ella. No sé, creo que mi mente bloqueó la inmensa posibilidad de verla el primer día, sin ni siquiera haberme dado una ducha que me ayudara a aliviar la tensión del largo vuelo. Ni peinarme. Ni tomar una taza de café completa, porque aún sostenía la que me había preparado María entre las manos.

Natalia entró en casa cuando yo apenas había llegado hacía una hora. Todavía estaba asimilando que todo seguía igual y, a la vez, era distinto. Ver desde la carretera mi antigua granja había sido como marcarme a fuego en medio del pecho. Fue doloroso porque ya no era nuestra y reconfortante porque, al menos por fuera, seguía siendo igual.

Ver a los padres de Natalia, como he dicho, fue un impacto.

Verla a ella fue... demoledor.

Sí, eso. Entonces no lo sabía, pero todo lo que tenía que ver con Natalia Lacunza y mis sentimientos por ella encajaban a la perfección con esa palabra, demoledor.

Estaba más alta, o eso intuí. Más fuerte, desde luego. Siempre tuvo un cuerpo atlético debido al trabajo, pero era distinta. Sus ojos parecían más oscuro, su pelo más negro y más corto y desgarbado. Era la misma Natalia que yo había dejado atrás hacía muchos años pero distinta. Más adulta. Y, cuando me miró, tuve claro que el cambio no había sido solo físico.

Aquel día descubrí una verdad que hizo que los latidos de mi corazón trastabillaran. Puede que Natalia y yo consiguiéramos ser prácticamente una durante muchos años, pero en aquel instante, mirándonos a los ojos en el salón de sus padres después de tanto tiempo, fuimos dos desconocidas intentando averiguar cuánto de lo que recordábamos de la otra quedaba aún en pie.

Y cuánto había muerto en el camino.

El tiempo que tuvimosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora