25

162 18 0
                                    

Alba

Era incómodo. Y no solo era incómodo, sino que, además, tenía que lidiar con lo que eso me provocaba. Lo más curioso fue aceptar la sorpresa, porque una parte de mí esperaba que reencontrarme con Natalia fuera más sencillo. No sé, como si algún golpe de magia fuese a hacer que volviéramos a ser las mismas de antes. Por supuesto, no pasó. Lo que sí pasó fue que me sentí dolida. Quizá porque, aun sin pretenderlo o de un modo inconsciente, me había convencido de que sí que existía la posibilidad de que todo se arreglara de un modo milagroso, que volveríamos a retomarlo donde lo dejamos. El problema era que ni siquiera nosotras sabíamos dónde lo habíamos dejado.

¿Cuál fue nuestro final y cuándo empezó a escribirse? Me he hecho esta pregunta tantas veces que ya ninguna respuesta me convence.

No sé si nuestro final empezó con la separación física, cuando solo éramos dos adolescentes enfrentadas a una situación desbordante. No sé si fue cuando ella dejó de contestar mis mensajes. Y, lo que es peor, no sé si nuestro final verdadero se empezó a escribir con mi regreso al pueblo.

Solo sé que, mientras ella subía las escaleras del granero cargando una de mis maletas y yo miraba su espalda moverse con agilidad delante de mí, sentí que estaba con alguien que conocía de toda la vida y que, al mismo tiempo, era una completa extraña. Sentía eso y dolor. Un dolor sordo que me zumbaba en los oídos y me dejaba un poco mareada. Un dolor para el que no tenía una explicación coherente.

—Es un apartamento bastante pequeño —dijo cuando se paró en el pequeño rellano que había al finalizar las escaleras.

—¿Habéis hecho dos apartamentos? Es una buena forma de aprovechar el espacio —comentó Joan a mi espalda.

—Sí. —La voz de Natalia fue tan tensa que incluso ella se dio cuenta de que debía decir algo más— Los tabiques son finos y no está insonorizado, pero espero no molestaros mucho.

—¿Molestarnos? —Sé que hice la pregunta porque la voz que oí fue la mía, pero juro que no había sido consciente porque algo dentro de mí empezó a tensarse de un modo peligroso.

Natalia señaló la puerta de la derecha mientras metía las llaves en la cerradura de la izquierda.

—Vivo aquí, ¿no os lo han contado mis padres?

No. Evidentemente no lo habían hecho. Solo nos habían dicho que Marta y Sabela usaban el apartamento de encima del granero para reunirse con amigas y dormir de forma esporádica, pero nada más. De hecho, pensaba que solo había un apartamento. Descubrir dos fue una sorpresa. Saber que Natalia estaría a un maldito tabique de distancia fue como obligar a mi corazón a saltar desde el acantilado más alto.

—Olvidaron ese detalle —contesté de un modo que dejaba ver mi tensión.

—Pero es genial —añadió mi hermano mayor enseguida—. ¿Quién mejor como vecina? —Ni Natalia ni yo respondimos, así que a Joan le tocó el papel más incómodo de todos—. Bueno, ¿entramos?

—Sí, claro. —Natalia giró la llave del todo y abrió la puerta, para darnos acceso al apartamento.

Era curioso entrar allí y ver el suelo de madera perfectamente pulido y reparado, los ventanales pintados y las bonitas lámparas de techo. La última vez que había estado en ese granero, en la parte alta solo había un espacio diáfano y enorme que se usaba para guardar herramientas y enseres de la granja.

Al dividirlo en dos apartamentos, habían quedado pequeños, claro, pero no tanto como para resultar agobiante. Nada más entrar, accedimos a un salón con cocina abierta, sin isleta, porque no había sitio, pero con una mesa de madera robusta y cuatro sillas en el centro del espacio.

—Tiene todo lo necesario para cocinar, aunque estoy segura de que muchos días acabaréis comiendo en la casa grande. Mi madre ha desarrollado una fijación inmensa por alimentar a todo el mundo desde que crecimos y ahora prácticamente obliga a la gente que conoce a comer en casa cada pocos días.

—Suena a algo que haría María —dije riendo.

Natalia me miró y, por primera vez, pude ver en ella un amago de sonrisa. Sé que mucha gente no lo habría considerado como tal, pero la comisura derecha de sus labios se arrugó del mismo modo que lo hacía cuando, años atrás, quería reírse y, al mismo tiempo, no darme el gusto de hacerlo.

—La habitación no es muy grande —carraspeó, como si se hubiera dado cuenta de que había estado a punto de sonreírme—. Una habitación con dos camas pequeñas y el baño. Todo es básico pero funcional.

Joan y yo recorrimos el espacio del apartamento y constatamos lo que decía. Sin embargo, todo me hacía sentir bien, en casa. No sé si era por la colcha de cuadros rojos y grises de las camas, los muebles de madera tan parecidos a los que teníamos en nuestra granja, los cuadros de paisajes o las vistas. Al mirar por la ventana del dormitorio, pude observar kilómetros de campo con los animales pastando y, al fondo, el mar y los acantilados, salvajes, imponentes. Me recordaron que estaba de vuelta en casa, para bien y para mal.

—Bienvenida a casa —murmuré para mí misma.

Sentí una mano en el hombro y me tensé. Pensaba que sería Natalia, pero un segundo después el olor de mi hermano mayor me invadió mientras me abrazaba y me besaba el pelo.

—Estaremos bien aquí —susurró—. Te lo prometo, Alba.

Me giré hacia él. Estaba tentada de decirle que no podía prometer algo así, pero su sonrisa me detuvo. Estaba seguro y ¿quién era yo para dejarle ver mis dudas el primer día? Él también estaba intentando encontrar su hueco en el lugar que nos vio crecer. Quería pertenecer de nuevo allí, pero ya nada era lo mismo. Lo abracé con fuerza y dejé que me acariciase la espalda de un modo tan reconfortante que, al cerrar los ojos, fue como si lo hiciera mi padre, lo que me provocó un sentimiento inmenso de anhelo y alegría. Anhelo porque echaba de menos a papá y alegría porque tenía a Joan y eso hacía que todo fuera infinitamente mejor.

Me dejé llevar por mis emociones hasta que, al abrir los ojos, vi a Natalia apoyada contra la encimera, de brazos cruzados y con la mirada puesta en nosotros. En mí.

Intenté mantener el contacto visual. Pensaba que ella sería la primera en romperlo, pero no fue así. Sus ojos negros siguieron clavados en mí, me atravesaban y me recordaban que, en cuestión de retos, Natalia preferiría morir en el intento que perder. Había cosas que no cambiaban.

O quizá sí. Porque, aunque antes me habría enganchado a ese reto hasta sentir los ojos secos, en ese instante aparté la vista y apoyé la frente en el torso de Joan para esconderme del mundo. De ella.

Tardé un segundo en hacer el gesto, puede que menos, pero fue suficiente para cambiarlo todo, aunque no lo supiera ver en aquel momento. Cuando volví a mirar a Natalia, ya no había decisión en ella, sino incomprensión. Sus cejas estaban fruncidas, sus ojos me miraban con extrañeza y la postura de su cuerpo era tensa.

Supongo que ese fue el momento en el que Natalia Lacunza descubrió que yo no era la misma. Ya no me conocía.

Y aquello, por lógico que pareciera, fue tan triste como descubrir que las hadas no existían.

Que la magia nunca estuvo de nuestra parte.

El tiempo que tuvimosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora