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Alba
Tercera firma

Corrí antes de que Joan descubriera que me había escapado sin terminar de limpiar la parte del granero que me había asignado. En realidad, ¿hasta qué punto tenía yo que obedecer a mi hermano mayor? Según él, era prácticamente su esclava. Según papá, solo debía hacerle caso cuando la clara ganadora de la orden fuese la granja. Según yo... Joan era un imbécil que pensaba que, por tener dieciséis años, ya era un hombre y podía mandar sobre mi vida. ¡Ja! Sobre mi vida no tenía derecho a mandar nadie. Bueno, mamá y papá hasta que fuese mayor de edad. ¡Pero nadie más!

Cuando llegue al árbol de las hadas, encontré a Natalia esperándome, pero no estaba sola. Entre sus brazos sostenía a Miki, su hermano pequeño. Recuerdo que, cuando nació, le grité que por fin había un chico en su familia. Aunque ella solo pensó en que se llevaban demasiados años y, para cuando Miki creciera un poco, ella ya no querría jugar a cosas de niñas pequeñas. En ese momento, viendo el modo en que lo sostenía contra su cuerpo, pensé que tenía razón.

En verdad Natalia solo tenía doce años, pero, no sé, a veces parecía mayor. Hablaba de dejar los estudios para trabajar cuanto antes, mientras yo... yo no tenía nada claro eso de quedarme toda la vida trabajando en la granja junto a mi gente. Es decir, quería a la familia y me gustaba la vida en la granja, pero, justo antes de cumplir los once años, había oído a papá y mamá hablar acerca del futuro de mis hermanos y del mío. Mamá había dicho algo que me impactó; que de algún modo me gustaría que sus hijos probases otras cosas antes de entregarse a la granja para siempre. Que disfrutasen un poco de la vida. Papá le preguntó si ella sentía que no había disfrutado de la vida y mamá solo se quedó callada. Guardó silencio y aquello, de algún modo inexplicable, me dolió. Ningún niño quiere saber que sus padres son infelices.

Aunque en realidad creo que mamá y papá no eran infelices todo el tiempo. Supongo que, como la vida, había momentos en los que ninguno deseaba estar en ese lugar y otros en los que estaban seguros de que no podían pertenecer a ningún otro sitio. Yo todavía no sabía lo que quería, pero Natalia... Natalia parecía tenerlo tan claro que me hacía fruncir el ceño.

-Se suponía que ibas a dejar de llegar tarde a todas nuestras malditas citas, Reche.

Natalia se acomodó a Miki en la cadera y el bebé intentó tirar del estúpido sombrero que mi amiga se había puesto. Era un sombrero estúpido porque era feo, pero también porqur Natalia se empeñaba en echarse hacia atrás el flequillo cuando lo tenía un poco más largo y se dejaba ver que algunos mechones se revolvían en la parte superior.

-Se suponía que tendríamos que venir a hacer esto solas, Lacunza -le respondí.

-¿Crees que lo traigo porque quiero? -preguntó de mal humor- Mamá está ocupada con Marta. Vuelve a tener gripe y la ha llevado al doctor.

-¿Y tú padre?

-Con el ganado. Bueno, ¿lo hacemos ya? Hoy tengo que volver antes.

Asentí, me agaché y, esta vez, escarbé yo la tierra. Podría haber cogido yo a Miki y obligar a Natalia a hacerlo, pero así era más rápido. Aunque me encantaba molestarla, se notaba que estaba nerviosa por tener tantas cosas que hacer.

Era lo malo de ser mayor. En realidad, a Joan también le pasaba. Si María o yo enfermábamos y mamá tenía que quedarse cuidándonos, él tenía que ayudar el doble. La vida en la granja no era tan bonita como en las películas, por eso no podía entender del todo el amor que todos en el pueblo parecían profesarle.

A veces, en momentos así, en los que me preguntaba si estar en la granja toda la vida era lo que de verdad quería, me sentía un bicho raro. Creo que nadie más se hacía esa pregunta. Quizá Natalia, pero yo no lo sabía, porque nunca me había atrevido a sacar el tema.

Desenterramos la caja y comprobamos con alegría que esta vez el pañuelo de Queen había hecho su parte del trabajo, apenas había humedad en el cuaderno. Lo sacamos, lo releímos y luego, como habíamos hecho la última vez, pusimos las manos sobre la hoja y volvimos a hacer el juramento.

-¿Firmas tu primero? -preguntó ella sacándose un bolígrafo del bolsillo trasero del pantalón.

Lo cogí, firmé, puse la fecha al lado y se lo ofrecí. Natalia hizo lo mismo y yo me hinqué de rodillas y volví a enterrar la caja. Después me senté encima, como había hecho las veces anteriores, y miré a Natalia, que se mordisqueaba el labio.

-Hoy no puedo quedarme -repitió.

-Lo sé.

-Pero, ¿te vas a quedar tú?

-Sí, quiero ver si tengo suerte -dije señalando el árbol.

Natalia puso los ojos en blanco. En aquel entonces, ella ya no creía nada en las hadas. Era una verdadera lástima, pero no podía obligarla.

-Como quieras. Nos vemos esta noche en la fiesta del solsticio.

Se dio media vuelta y, cuando ya había caminado unos pasos hacia su granja, la frené.

-¿Alguna vez te has preguntado cómo sería la vida lejos de aquí? -lancé- ¿Cómo sería salir de aquí y ver otras partes del mundo? ¿Te lo imaginas?

Natalia me miró por encima del hombro, sin girarse del todo, y me dedicó una sonrisa que, incluso a mis once años, me resultó triste.

-Todos los días -confesó.

Eso me sorprendió porque siempre pensé que a ella le encantaba la granja, aunque gruñera a diario por tener que trabajar con ella.

-¿Sí? ¿A dónde te irías? ¿Cómo es lugar que imaginas? -pregunté.

-No lo sé.

-¿No lo sabes?

-No, cuando lo imagino, solo nos veo a nosotras dos corriendo lejos de la granja. Lejos del pueblo. Lejos de todo. A veces lo único que veo es tu pelo medio rubio alzándose con el viento.

La miré confusa, no lo entendía del todo.

-¿Imaginas que voy contigo? -pregunté sonriendo.

-Claro. Mejores amigas para siempre jamás, ¿recuerdas?

No pude responder porque Miki empezó a llorar como un loco, así que Natalia lo afianzó más contra su pecho y avanzó rápido para llegar a su casa lo más rápido posible. Yo me giré, miré el árbol de las hadas y sonreí cuando me pareció ver un destello.

-¿Sabéis? -les pregunté a los pequeños seres mágicos que no había conseguido ver nunca- En realidad, creo que lo más bonito de la aventura es no saber hacia dónde te diriges, pero sí con quién.

Imagine cómo sería ver el pelo de Natalia al viento, al igual que ella hacía conmigo, mientras corríamos lejos, muy lejos. Descubrí con una sonrisa que ese pensamiento me hacía casi tan feliz como firmar nuestro contrato cada dos años.

No sabía lo que significaba aquello ni por qué imaginarlo había hecho que mi pecho se hinchara de felicidad, pero sabía que era un sentimiento lo bastante poderoso como para convertirlo en un secreto que solo compartiría con las hadas.

El tiempo que tuvimosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora