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Alba

Me paré junto a un banco y resoplé tanto que pensé que iba a darme un vahído. Mi costado ardía, mis pulmones ardían, mi garganta ardía. ¡Todo ardía! Me senté, tenía la seguridad de que mis mejillas estaban rojas, pero no de un modo bonito. Estaba segura de que se me veía como un tomate al que estuvieran acuchillando y sí, era algo bastante desagradable. ¡Por eso lo pensaba!

Miré el sendero por el que había llegado corriendo. Apenas había conseguido mantener el ritmo doce minutos antes de necesitar sentarme. Observé el sendero que seguía hacia delante y vi, a lo lejos y en pequeñito, a María y Joan, que se pararon cuando se dieron cuenta de que yo no iba con ellos. Miraron atrás, para buscarme, y alcé un brazo para que vieran dónde estaba. Luego les hice señales de que siguieran ellos, pero ¿desde cuándo mis hermanos hacían nada que yo les pidiera? Deshicieron el camino y volvieron a mi lado. Por fortuna, estaban tan lejos que, cuando llegaron, yo había conseguido controlar la respiración, al menos un poco.

—Dios, tu resistencia es mucho más lamentable de lo que imaginábamos —comentó María con el ceño fruncido.

—¿Tienes que ser siempre tan desagradable?

María me miró un poco confundida. En su cabeza no había hecho nada malo. Ese era el problema con ella. Te insultaba, pero no sabía que lo hacía y eso era mucho peor, porque al darte cuenta te sentías doblemente insultada.

—¿Crees que puedes aguantar un tirón igual al que has hecho después de descansar un poco? —preguntó Joan.

Quise decirle que no, que era una idea horrible y que me dejara en paz, pero le había prometido salir a hacer ejercicio con él una vez a la semana como mínimo. Por aquel entonces, todavía pensaba que yo era una mujer de palabra. Que no me gustaba incumplir promesas.

—Está bien —dije—. Pero, si me muero intentando correr, será culpa vuestra. Tenedlo en cuenta cuando hagáis el discurso junto a mi tumba.

—Diré que te fuiste haciendo lo que más te gustaba, maldecir a tus hermanos. —María me guiñó un ojo.

Me reí, resultaba difícil no hacerlo. Mi hermana María era una idiota, pero una idiota graciosa y con buen corazón. Me levanté del banco, dispuesta a demostrarles que podía hacer aquello y, después de calentar un poco, arranqué a correr de nuevo. Bueno, a mí me gusta decir que corría, pero en realidad se podría haber definido como un trote suave.

Aguanté el camino a duras penas y, cuando por fin mis hermanos dijeron que era hora de volver a casa, estuve a punto de saltar de alegría.

Ya me visualizaba dándome una ducha y descansando en el sofá cuando María sugirió que saliéramos de fiesta.

—¿Juntos? —pregunté un tanto extrañada.

—¿Por qué no?

—Porque tú nunca me has llevado a ningún sitio y Joan no sabe bailar.

—No te llevaba cuando eras un incordio de niña, pero ya eres adulta, Alba, aunque algunas veces se te olvide.

—Y yo sí sé bailar —siguió Joan ofendido.

—No, no sabes. —Mi sinceridad podía resultar un poco cruel, pero es que ver a Joan bailar era un espectáculo, y no uno bonito—. Además, yo no quiero bailar. Quiero ducharme, cenar algo calentito y rico y ver una peli.

—Joder, Alba, ¿qué tienes? ¿Noventa años?

—No, María, solo soy una chica que no disfruta especialmente yendo de fiesta.

—Necesitas hacer cosas nuevas y pasar tiempo con tus hermanos. Te estoy ofreciendo la oportunidad en bandeja.

—Tiene razón —añadió Joan—. Mira que me molesta dársela, pero la tiene.

El tiempo que tuvimosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora