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Alba

Texas tenía muchas cualidades, bien lo sabía yo, que las había descubierto con el paso de los años. Desde la oportunidad de encontrar trabajo y poder prosperar con un sueldo bastante digno, pese a proceder de otro país, hasta el atractivo característico de algunas ciudades en las que, al entrar, podías sentirte como en una de esas pelis del Oeste. Sin contar con los avances médicos de Houston, la ciudad que elegimos para mudarnos cuando mi padre enfermó. Era un buen sitio para vivir, aunque al principio yo no quisiera verlo. Aprendí a apreciar muchas partes de la vida allí, pero sus amaneceres y atardeceres...

Sus amaneceres y atardeceres nunca serían ni siquiera comparables con los del pueblo que abandoné junto a mi familia años atrás. El lugar que me vio nacer y crecer.
Estaba convencida de que no existía un sitio más bonito para ver cómo salía y se escondía el sol que nuestra antigua granja. Si cerraba los ojos, todavía podía verme a mí misma observando el modo en que atardecía junto a Queen, mi adorado perro y compañero de aventuras. Sentía que algo en mi interior se encogía, en parte por la nostalgia, porque siempre echaría aquello de menos, y en parte por la felicidad de haber podido ser testigo de todos aquellos momentos.
Sentada en el patio interior de nuestro apartamento en Houston, en el que apenas cabía una mesa pequeña con dos sillas, observaba el jardín comunitario mientras la lluvia caía como un manto empapándolo todo. De hecho, sentía que la ropa se me iba mojando con el agua que se filtraba por los barrotes que delimitaban el minúsculo patio, o balcón grande, para los optimistas. Podía parecer que estar allí era una mala idea, pero en días como aquel, en los que todo salía mal, en realidad, era la única idea posible.

Me chupé los dedos después de comerme el tercer dónut de la caja que había comprado esa tarde al salir del trabajo. Era una caja de seis y ya me había comido la mitad, pero miré el cartón valorando la posibilidad de seguir. Abrí la tapa, me fijé en el que estaba relleno de algo de color rojo y decidí que me lo merecía. Después de todo, me habían despedido; lo mínimo que podía hacer era comerme una maldita caja de dónuts. Y, si alguien protestaba, siempre podía alegar que sería mucho peor mitigar mis penas con alcohol, ¿no?
Por fortuna, nadie protestaría. Mamá estaba en clase de cerámica, María estaría en casa de su novia y Joan, muy posiblemente, todavía no había salido de trabajar de la clínica veterinaria en la que estaba, pese a que hacía rato que su hora de finalizar la jornada había pasado.

Mordí el dónut y sentí que brotaba la mermelada bajo mi paladar. Era como un estallido de sabor. Fresa. Me encantaba la fresa. Me relamí los labios y di un bocado más, consciente de que me había tragado el primero tan rápido que apenas lo había podido saborear.

—¿Qué haces?

El sonido de la voz de mi hermano mayor me sobresaltó. Lo miré dando un respingo y sentí que se me resbalaba la caja de dónuts. Me apresuré a cogerla, no quería que se cayera al suelo, que a esas alturas ya estaba empapado.

—Cenar —respondí en un tono cortante.

No me molestaba tanto que Joan hubiera vuelto a casa como que no me hubiera dado cuenta. Sí, llovía a mares, pero aun así debería haber oído, como mínimo, el chirrido de la puerta del patio al abrirse.

—¿Cenar dónuts?

Joan, con sus treinta años, era la representación perfecta de un señor mayor en cuanto a actitud, así que no me sorprendió el tono de regañina.

—He pensado que me los merecía.

—Entra en casa, te estás empapando.

—No me des órdenes, Joan.

—Entra en casa, Alba.

Podría haberme rebelado y haberme negado, claro, pero vi que los pantalones se me habían mojado. La caja de cartón de los dónuts también estaba húmeda y la lluvia no hacía más que intensificarse. Hasta yo sabía cuándo era hora de obedecer y dejar de hacer el tonto. Me metí el medio dónut de mermelada que me quedaba en la boca y entré en casa con los mofletes llenos y la mirada acusatoria de Joan siguiéndome de cerca.

El tiempo que tuvimosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora