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Natalia
Segunda firma

Quité las zanahorias del plato de Marta y las puse en el de Sabela. A continuación, quité las del plato de Sabela y las puse en el plato de Marta.

-¿Contentas? -ellas me miraron con sus inmensos ojos antes de asentir- Bien, os lo tenéis que acabar todo. Yo vendré muy pronto, ¿de acuerdo? No podéis seguirme.

-¿Vas a ir con Alba? -preguntó Sabela.

Tenía siete años y había pasado de ser una niña pequeña molesta a ser una niña mayor que podía convertirse en un verdadero incordio. Marta, de cuatro años, había decidido hacía un tiempo que, si tenía que obedecer a alguien, sería a Sabela, así que yo tenía todas las de perder hiciera lo que hiciera.

Alba solía decir que la culpa era mía porque no usaba lo bastante la inteligencia y que, aunque fueran pequeñas, no podía infravalorarlas. Sabía bien que, si querían, podían hacerme la vida muy difícil.

-Sí, pero tardaré poco. Estaré aquí justo a tiempo para irnos a la fiesta del solsticio.

-Mamá dice que no va a ir. -Los ojos de Marta bajaron al suelo- No quiere salir de su habitación.

-No pasa nada, peque. -susurré acercándome a ella y le puse una mano en el hombro- Iremos nosotras con papá y será genial, te lo prometo.

Mi hermana no levantó la mirada y estuve a punto de no salir de casa, pero Sabela rodeó sus pequeños hombros con un brazo y me señaló la puerta.

-Vale, te esperamos. Yo me ocupo de bañar y vestir a Marta.

-¡No me quiero bañar! -gritó nuestra hermana pequeña.

Sabela puso los ojos en blanco y, simplemente, le acercó más el plato de la cena. Yo aproveché el momento para salir de casa y correr hasta el árbol de las hadas, donde Alba ya me esperaba un poco enfurruñada.

-Llegas tarde, Lacunza. ¿Tan complicado te resulta llegar puntual a nuestras citas?

-Llegó un maldito minuto tarde. Y esto no es una cita, Alba. ¡Las citas son para la gente mayor!

-Tengo nueve años.

-Oh, sí, toda una chica grande -murmuré de mal humor.

Alba puso los ojos en blanco obviando mi sarcasmo y me dio una pala.

-No es amarilla, pensé que esta vez te gustaría usar algo distinto a las manos.

La verdad es que sí que lo prefería, pero eso no significaba que odiara que Alba pensara que tenía siempre razón. En todo. Y odiaba aún más que, por lo general, acertara.

En aquel instante, por ejemplo, sus labios estaban blancos de tanto apretarlos para no decir nada más. Era fácil de saber cuando intentaba mantenerse callada, porque normalmente sus labios eran del color de los melocotones. Tenía el pelo castaño clarito, casi rubio; los ojos miel más mágicos del mundo, porque cambiaban de color cuando les daba el sol y le salían motas marrones o verdes, dependiendo del día. Era una niña rara. No se parecía mucho a las otras niñas de la escuela, o eso me gustaba a mí pensar. Más tarde entendí que, en realidad, yo no me fijaba de esa manera en ninguna otra niña de la escuela. No como me fijaba en Alba.

-¿Vas a cavar o estás esperando a que las hadas salgan y te lo ordenen?

Bufé y miré de reojo las ramas del árbol. Tenía diez años, ya era lo bastante mayor como para estar segura de que las hadas no existían. Y, aún así, cuando mi padre juraba que él las había visto una vez, yo dudaba. Claro que dudaba. Mi padre no era un hombre mentiroso y yo... yo necesitaba creer en algo que me hiciera tener esperanza en que las cosas cambiarían.

El tiempo que tuvimosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora