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Alba

—¿Qué estás haciendo?

Grité por el susto que me dio Joan y lo miré irritada.

—¿A ti qué te parece?

—Te estás pesando. Otra vez.

—¿Y qué más te da?

—Ya te pesaste ayer. Y antes de ayer.

—¿Me estás espiando?

—No puedes pesarte cada día, Alba. No es sano.

—Solo estoy tratando de bajar los kilos que he subido en Navidad.

—Estás igual y, aun así, tienes que dejar de pesarte compulsivamente.

—¡No me peso compulsivamente, Joan!

—¿Qué está pasando? —preguntó mi madre al entrar en el baño.

—Se está pesando otra vez.

Mi madre miró a mi hermano, luego me miró a mí. Yo seguía encima de la báscula y ella hizo un gesto con la mano, como si desechara la situación.

—Son cosas de chicas, Joan. Deja a tu hermana en paz.

Respiré aliviada, bajé de la báscula y salí del baño, empujando a mi hermano por el hombro.

—Maldito metomentodo —murmuré.

—Alba...

No hice caso de su llamamiento. Me metí en mi dormitorio, cerré la puerta y me dispuse a vestirme. Llevaba en paro demasiado tiempo. Era hora de volver al mercado, aunque no fuera restaurando muebles. Había hecho un par de entrevistas, una para una tienda de antigüedades y otra para una pequeña tienda de restauración, pero no había tenido suerte. En la primera pedían más estudios de los que yo tenía y en la segunda me dijeron que no tenía suficiente experiencia. ¿Y cómo mierda se consigue la experiencia si no es trabajando?

Abrí el armario dispuesta a elegir algo que me hiciera sentir bien. Necesitaba un subidón de autoestima para afianzar mi seguridad en mí misma. Me puse mi pantalón vaquero favorito y saqué un jersey negro. El problema fue que, al ponérmelo, me lo vi demasiado ceñido. Había subido unos kilos en los últimos meses y, por más que lo intentaba, no lograba volver a mi peso. A veces conseguía olvidarme, pero había momentos, como ese, en que la ropa me hacía ser dolorosamente consciente de la nueva realidad de mi cuerpo.

Mis pechos habían crecido, lo que me había supuesto dolor de espalda en más de una ocasión. Mis caderas parecían más anchas y había algo en mi barriga que no estaba bien. Era como... No sabía explicarlo. Solo sabía que, cada vez que me veía desnuda en el espejo, desviaba los ojos, incapaz de soportar verme así.
Tragué saliva, me quité el jersey y lo tiré dentro del armario con violencia, como si fuera el culpable de que yo hubiese engordado.

Elegí otro jersey de color rojo, mucho más feo, pero también más holgado. Al ponérmelo, no sentí ningún subidón de autoestima. De todos modos, se me hacía tarde, así que me puse un poco de máscara de pestañas, un brillo en los labios y salí de casa directa a la entrevista.

Al llegar, no tenía la seguridad en mí misma que me había prometido sentir.

No me sentía guapa.

Ni con una gran autoestima.

Pero hice la entrevista, porque me negaba a ser cobarde. Me dije que yo podía con aquello. Cuando me despidieron con esa famosa frase de «ya te llamaremos», no pensé que fuera algo generalizado que le dicen a todo el mundo, sino que de verdad creí que me lo decían con desprecio. Casi con asco.

Salí de allí con el ánimo por los suelos, aún en paro y con la certeza de que, por supuesto, no había causado una gran impresión.

En ocasiones veía esas películas en las que las chicas entraban en un despacho preciosas, tan empoderadas y seguras de sí mismas, y exigían lo que sabían que les pertenecía por derecho. Entonces, la envidia y algo parecido a la añoranza me comían por dentro.

Yo no me sentía segura de mí misma, empoderada ni exigente con nadie, salvo con mis hermanos y mi madre. Y, si les hubiera preguntado a alguno de ellos, habrían dicho que lo que yo catalogaba como «seguridad» ellos lo llamaban más bien «tener un genio de mil demonios».

Retomé la vuelta a casa y paré en una cafetería que estaba a medio camino. Me tomé un batido extra de chocolate y pensé en lo asquerosa que era la vida de adulta.

Cuando llegué a casa, Joan y mamá estaban charlando frente a una taza de café.

—¿Cómo ha ido? —preguntó mi hermano. Me encogí de hombros, me deshice de la chaqueta y la tiré en el sofá—. Bueno, aparecerá algo. No desesperes.

—Claro que sí. —Mi madre intentó animarme—. ¿Por qué no te apuntas a cerámica conmigo? Hay muchos jóvenes. Estoy segura de que conocerías a gente. Podrías hacer amigos y...

—No necesito amigos —gruñí.

—Entiendo que este es un país distinto y...

—Mamá, sinceramente, ese discurso estaba bien hace ocho años, pero ahora no sirve. No tengo amigos porque no quiero tener amigos, no porque este sea un país diferente o yo me sienta fuera de lugar. No es eso, ¿vale? Me gusta esta ciudad, conozco gente, tengo excompañeros de trabajo con los que tomar algo si quiero, pero no quiero.

—Pero tienes solo veinticinco años. Deberías salir más. Mira a María, por ejemplo.

—Creo que las comparaciones no van a ayudarnos —murmuró Joan.

—¡Exacto! —grité—. Gracias. Mamá, te quiero, te adoro, de verdad, pero tienes que dejar de atosigarme.

—Yo solo digo que no me parece sano que una chica de tu edad se pase los días entre libros, revistas de restauración y series de televisión. Si hicieras un poco más de vida social, o de deporte, quizá...

—¿Qué tiene que ver el deporte? —pregunté a la defensiva.

—Nada, nada, solo digo que si llevaras una vida un poco más saludable...

—Mira, mamá, déjalo, ¿vale? No me apetece hablar.

—Hija, por favor, no te encierres en tu dormitorio.

Tarde. Era tarde. Seguramente pensarían que me comportaba como una adolescente enfadada al encerrarme a mis veinticinco años, pero la realidad era otra, vergüenza.

La vergüenza de saber que tenía razón en todo me carcomía. Yo veía, igual que los demás, que algo no estaba bien, pero no era capaz de detectar el motivo. Solo sabía que los días se me iban sin sentir, cada vez me costaba más mantenerme todo un día motivada o contenta y, por más que quisiera, la maldita dieta no funcionaba.

Algo estaba yendo mal, pero no sabía el qué. Me sentía como si tuviera que realizar un aterrizaje de emergencia sin tener ni idea de cómo manejar una avioneta. Quería, pero... no podía.

No sabía.

La avioneta cada vez bajaba más, yo veía que iba a estrellarme, pero, por más que buscaba, no encontraba el freno ni el modo de estabilizarla.

Iba a estrellarme, lo sabía. Lo que no sabía era cuándo ni cómo, pero, si las cosas seguían así, aquella avioneta se estamparía contra el asfalto de un modo catastrófico. Daba igual que mi familia intentara avisarme o manejarla por mí, porque ellos no estaban dentro, conmigo. Sino fuera, a salvo, pero obligados a mirar mi descenso.

Era horrible, para ellos y para mí, pero es que, para mí, la vida era así: desenfrenada, rápida, despiadada y letal.

El tiempo que tuvimosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora