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1. Rusia y EE.UU nunca chocaron tan fuerte como estos dos.

—¿Por qué esto es tan difícil? —resoplo y vuelvo buscar el número del aula en la interminable lista que está pegada en la cartelera.

Llevo más de veinte minutos en la búsqueda de mi bendita clase de Sociología. Ya me dirigí dos veces al sector en donde se supone que se dicta y nada. No está. No existe.

Y lo peor de todo es que la maldita clase empieza en diez minutos.

Odio la idea de llegar tarde por mi ineptitud con la orientación. El abuelo tiene razón; soy una inútil para estás cosas.

Si llego tarde a la clase sólo será culpa de la Universidad y de su magnífica idea de cambiarle la sede a la facultad de Ciencias Económicas ¿A quién se le puede ocurrir hacer el cambio de un día al otro y avisarle a los alumnos con tan poca antelación? Anoche ya estaba metida en mi cama, a punto de dormirme, cuando sonó la notificación de mi correo electrónico con la nueva dirección y horarios.

Es tan estúpido y lo peor de todo es que me queda más lejos del departamento. Tengo que hacer una intersección entre dos estaciones de tren para llegar. Y me lleva más de una hora el viaje.

Suspiro y parte de mi flequillo se mueve hacia delante: lo llevo tan largo que ya me está tapando un poco la vista. Y a pesar de las quejas de mí abuelo, no me lo quiero cortar, me gusta como me queda de esta forma.

—¿Puedo preguntarte por qué estás parada mirando fijamente la cartelera hace como mínimo diez minutos? —me giro hacía la derecha. No me había dado cuenta que tenía compañía—. ¿Es una obra de arte que se puede comparar con los cuadros de Da Vinci o Picasso?

Es una chica.

Una chica muy bonita que lleva puesto una camisa a cuadros de color verde que le queda gigante y unos jeans negros con rasgaduras en las rodillas. Tiene el pelo castaño claro, tirando a miel, atado en una colita alta.

Su pelo hace demasiado contraste con el mío que tira hacia un chocolate oscuro. 

—¿Qué?

—No me digas que no conoces a Da Vinci ni a Picasso.

Abro la boca sin saber qué decir.

—No —entrecierra los ojos sin esperar mi respuesta y se lleva el mechón blanco que le decora la frente detrás de la oreja—, no hay ninguna obra de arte oculta; así que quiero escucharte ¿por qué estás parada sin moverte?

Se gira por completo hacia mí y me da una sonrisa cómplice.

Tiene los ojos verdes más claros que vi en mí vida y da curiosidad saber si son realmente suyos o tiene puesto lentes de contacto.

Al cabo de un segundo respondo que tengo clases de Sociología y no sé dónde está el aula.

—Yo también estoy en esa —dice y sin mediar palabra me agarra del brazo y me jala hacia la izquierda.

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