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25. Vacaciones de Invierno. Parte I

Ya sé que dije que el otoño es la peor estación que existe, pero este invierno está siendo atroz y eso que recién llevamos unas semanas de él. Todavía sigue la alerta por posible caída de nieve.

Hace tanto frío que tengo los dedos de las manos congelados a pesar de los guantes y mi aliento y respiración sale en forma de vaho; no importa si hablo o no. Tampoco importa qué lleve puesto medias y una remera térmica; ni hablar del pantalón de vestir abrigado y el blazer que le pedí a mi papá. Siento que me estoy congelando.

Soy la persona que toma peores decisiones en su vida. Cuando acepté la invitación de Kiran a merendar él dijo que podía pasarme a buscar, pero desistí de su ofrecimiento porque alguien me podría ver y no tenía intención de responder preguntas. Tampoco quería que me negara (n) salir. Si hubiese estado en la casa de mi papá podría soportar sus preguntas curiosas.

Pasé mucho tiempo conmigo misma y la almohada pensando en aceptar la invitación, o mejor dicho la "no- cita" como lo llamó Vikesh, de Kiran. Pero al final les dije que sí a los dos. No me parecía justo aceptar a uno y no al otro. Y solo le dije sí a Kiran primero, porque fue el primero en invitarme.

Las quejas y los berrinches del pelinegro fueron otra historia...

Cuando salgo de la boca del tren el cielo sigue gris y el viento es tan fuerte que le arranca las últimas hojas a unos árboles.

Según maps, la cafetería-panadería de Kiran está a dos cuadras.

Obviamente él está parado en la puerta. Me da una sonrisa cálida, que hace que mi estómago de volteretas, cuando me ve cruzar la calle.

Como siempre está impecable vestido de negro; aunque está vez tiene una campera de corderoy marrón y lleva sus rizos dorados sueltos. Se ve tan magnífico con todo el atuendo invernal que en vez de estar estudiando economía podría perfectamente caminar por una pasarela.

No quiero imaginar como me veo ante él con toda esta ropa encima, los pelos todos revueltos y la nariz roja por el frío.

—No sabía que vivías en el polo norte —se burla cuando me quito el gorro de lana. Le doy un pequeño empujón que apenas lo mueve y dice—: Te dije que si querías podría pasarte a buscar.

—¿Y que gastes un Uber o algo así?

—¿Qué?

La confusión invade su cara durante medio segundo y luego me señala con la mano a algo en la calle. A un muy bonito -pero muy caro- auto blanco. No tengo la menor idea de ellos, pero este grita "dinero" por todas partes. Y no soy tan tonta para no entender la indirecta. Es suyo.

—No sabía que tenías uno.

Hace mucho tiempo me dijo que se había perdido con todas las estaciones del tren. Creo que ahora tiene sentido que no sepa viajar en transporte público si tiene un auto ¿no?

—Es una larga historia —curva sus labios en una sonrisa y luego dice—: ¿Vamos?

—Sí.

Dejamos pasar a una pareja de ancianos antes de entrar.

La cafetería es un lugar pequeño, de paredes claras de ladrillo a la vista, que tiene vibras a una casa de té; esas de estilo inglés que son acogedoras y tienen bandejas repletas de porciones de masas y tortas. Además me encanta que el aroma a pan recién horneado me invada la nariz.

Y ahora entiendo a qué se refería con una "mezcla" entre café y panadería: a nuestra izquierda, hay una vitrina sin vidrio de madera que está repleta de bizcochos, tartas y panes que tienen un pequeño cartel con sus nombres y precios, y frente a estos, hay pequeñas mesas redondas con sillas y algunos comensales hablando.

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