Un milagro

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Era un sueño, de esos sueños en los que uno está consciente de que está soñando. Alas estaba en el Páramo, en la habitación que compartía con Ilumina, acostada en su lado de la cama. Sus juguetes y sus libros sobre la mesita de luz, su saco y su morral colgando de la espalda de la silla. Todo estaba tal cual lo dejó aquel día en que partió. Como si nunca se hubiere ido.

Nada era real, lo sabía, pero aun así se incorporó de un salto. Enredada en su camisón de dormir corrió por los pasillos buscando a su madre, a sus hermanas, a su queridísimo padre. Pero no había nadie. Buscaba en cada habitación, pero no había siquiera un empleado, criada, nadie. Estaba todo vacío.

Cuando llegó a la sala comun, donde sus padres por horas debatían todos los días los sucesos de los dominios, se encontró con oscuridad. Era de noche repentinamente, y hacía mucho frío, tanto que parecía real.

Alas miró al techo, sentía que caía nieve sobre ella, y así era: estaba nevando. No había techo, había sido destruido. Quiso volver atrás, a su habitación, pero cuando se giró hacia la puerta por la que había entrado se encontró con escombros. Todo estaba destruido.

Ya no tenía hogar al cual regresar.

Alita, despierta.

¿Quién la llamaba? Era una voz cariñosa, cálida...

—Este no es lugar para dormir, vamos a nuestros aposentos.

Alas abrió los ojos a duras penas, Jíni la estaba llamando. Reconoció de inmediato sus inconfundibles ojos entre el azul y el verde, se veían cansados y rojizos. Pudo divisar su rostro descubierto. Le sonreía, pero se notaba que estaba agotada, probablemente más de lo que ella misma estaba.

Se sentó inmediatamente, ahora recordaba todo. Se había quedado dormida mientras meditaba, o al menos eso intentó hacer. Su maestra había ingresado a la sala principal del templo a hablar con su madre y abuela, y le indicó que la esperara. Pero fue pasando el tiempo, y ella simplemente cayó dormida intentando distraerse con algo de meditación.

—Lamento haberte hecho esperar así— se disculpó Jíni sinceramente arrepentida—. No pensé que me retendrían todo ese tiempo.

La niña se refregó los ojos e hizo un esfuerzo en ponerse de pie, dándole la mano a su maestra y caminando a la par. Estaba con tanto sueño, tanto cansancio, que le pesaban los parpados.

— ¿De qué hablaron tanto?

Realmente Alita no tenía idea de cuánto tiempo estuvo Jíni metida en esa sala, pero consideraba que fue un rato bastante largo.

—...Cosas—musitó Jíni evasivamente, su voz algo ahogada—. Cosas que debería haber hecho y no hice. Estaban muy enojadas.

Apenas en ese momento Alas distinguió que los ojos de Jíni no estaban rojos de cansancio, sino de llanto. También la punta de su nariz y mejillas tenían un tono rojizo, definitivamente había estado llorando.

— ¿Tan así enojadas, Jiji?—inquirió Alas consternada. Le costaba imaginar a su madre sacerdotisa Roni y a su dulce abuela Manishie regañando al punto de las lágrimas a su hermana—. ¿No hay algo que se pueda hacer para solucionarlo?

—Estaban de veras, de verdad, enojadas—reafirmó Jíni abriendo la puerta a los aposentos y cerrandola con cuidado detrás de ambas. Cuidadosa a que nadie escuche el eco de su conversación—. Según ellas ya lo arruiné todo, que esa era mi única oportunidad. Me niego a pensar que sea así.

No podía ser que todo estuviera perdido, que se rindieran tan fácilmente. ¿Qué era lo que Jíni debía hacer que era tan único e irrepetible, tan importante?

Alas soltó la mano de Jíni y corrió a encender el candelabro para iluminar la habitación y preparar el hogar para encender el fuego. De esa forma no pasarían frío en la noche.

—Yo no creo eso, Jíni—le dijo acomodando los leños para el fuego—. No sé qué es lo que debías hacer, o porqué están tan molestas, pero sé que todo va a salir bien. Eres una sacerdotisa leal del templo, Dios siempre está guiándote. Todo va a salir bien.

—Ojalá fuera tan fácil...—murmuró la sacerdotisa acomodando la cama de ambas, asegurándose que estén bien abrigadas—. Necesito de un milagro.

El fuego ya estaba encendido, parecía que aguantaría un tiempo largo. Lo suficiente para calentar la habitación mientras ellas dormían.

Siguiendo la rutina nocturna, Alas se arrodilló junto Jíni al borde de la cama para hacer las oraciones. Esa noche las oraciones de Jíni fueron más bien peticiones por aquel milagro, su voz era quebrada y con cierta desesperación. Unas lágrimas resbalaron por las mejillas mientras oraba. 

Alita no podía entender qué podía ser tan urgente, y tan privado, que no pudieran contárselo.

Estaba segura de que si fuera algo peligroso, de vida o muerte, Jíni se lo diría. Pero este deber, ésta orden, era algo que simplemente no le podían decir, no lo podían hablar con ella. Por alguna razón.




A la mañana siguiente escuchó un ruido familiar. Lo escuchaba a la distancia, ruido de metal chocando en sincronía, dando como pasos. ¡Una marcha! Sí, era una marcha, como la de un desfile. O como cuando el Rey Sayer llegó al Paramo con sus caballeros.

Y ahí lo escuchó, sonaron trompetas de anuncio. De llegada, de festejo. De algo.

Alas se despertó de golpe, sentándose en la cama, su cabello negro en todas direcciones.

— ¡Soldados! ¡Caballeros! ¡Nos invaden!— chilló con su voz fuera de tono, las primeras palabras de la mañana siempre eran las más difíciles de vocalizar.

En el mismo instante Jíni ya estaba de pie mirando por la ventana, intentando descubrir qué estaba pasando.

—No, nada de eso, Alita. Tranquila—le dijo calmándose a ella misma también—. Es mi padrino, Lord Duhia, con su... ¿Caballería?

Al parecer su maestra la había dejado dormir unas horas de más, por la posición del sol debían ser como las diez de la mañana. Estaban tan agotadas que ni escucharon al gallo cantar.

— ¿Qué hace aquí?— cuestionó parándose junto a ella en la ventana, apretando su cara contra el vidrío para ver mejor.

La verdad sí se parecía bastante al ingreso del Rey Sayer al Páramo.

Lord Duhía venía montado en un bellísimo corcel blanco, con una montura fina de cuero y plata. Su cabello castaño rojizo, como el de Bricio, -ya con marcadas canas- bien peinado y decorado con su corona de helechos de plata. Su túnica era de ese verde especial del pantano, portando la armadura de cuero más fina que Alas hubiere visto en su corta vida.

Pudo reconocer a Lior cabalgando junto a él, en su propio corcel negro. Supo que era él inmediatamente por las vendas de sus manos que sujetaban las riendas. También estaba arreglado con una armadura de cuero fina y delicada, probablemente para que no fuere molesta a su piel. Llevaba una túnica toda morada, de un tono el cual a Alas le pareció hermoso, que no había visto antes. No podía apreciar más detalles en él, ya que vestía una capa con capucha encima, como de costumbre ocultando su cabeza.

Todos los caballeros que lo acompañaban, Alas llegó a contar unos veinte, vestían galantemente sus mantos violetas con los símbolos del Pantano y otros vestían armaduras y trajes que Alas no podía identificar. 

Detrás de ellos, tirado por enormes bueyes, venían tres carrozas cargando pesados cofres.

— ¡Wow!—exclamó dirigiendo su mirada a Jíni, quien parecía tan pasmada como ella—. Trae con él muchas cosas. ¿Es esto normal?

— Definitivamente esto no es normal, Alas.

El Hijo de NahlaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora