26. Nunca más

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Desde la más tierna memoria de Aemond, Rhaenyra se erigía como la fuente de su adoración, deseo y amor. En su niñez, recurría a cualquier artimaña con la esperanza de obtener migajas de afecto de su media hermana mayor. Sin embargo, tras la pérdida de su ojo, esos sentimientos no hicieron más que intensificarse, tejidos con hilos de amor y odio. De alguna manera, la odiaba por la mutilación de su mirada, pero también la amaba profundamente.Cuando Aemond contribuyó a la usurpación del trono junto a su hermano mayor, Aegon, alimentaba la ilusión de que, finalmente, Rhaenyra sería solo suya, quizás podría convencer a su hermano de dársela en matrimonio, sino, podría encontrar alguna excusa para viajar a Antigua con regularidad y colarse entre los secretos ocultos bajo los insípidos ropajes de septa. Pero la desdicha lo alcanzó cuando descubrió que Aegon también había caído bajo el hechizo de Rhaenyra, perdido en el laberinto de sus encantos de mujer. El príncipe intuía la crueldad de su hermano con las mujeres y sentía el deber de proteger a Rhaenyra, un deber que se desvaneció miserablemente y se convirtió en una necesidad tan vital como respirar. Su hermano aprovechó la oportunidad para hacerla suya. El segundo hijo de Alicent no sabía qué era peor: haber fracasado en su misión de protegerla o que el bebé que yaciera en el vientre de la ardiente mujer no fuera suyo; no, sin duda lo segundo era peor. Cargado de una culpa secreta, se dio cuenta de que no podía hacer más que resguardarla.Así, la mantenía en sus aposentos, fuera del alcance de Aegon. Mientras Aemond ajustaba el parche que ocultaba la ausencia de su ojo, Rhaenyra lo observaba con atención. La reina usurpada reflejaba en su mirada un leve destello de culpa, recordando la forma tan cruel en que había perdido el ojo a manos de su hijo.


—Nunca te pregunte porqué decidiste protegerme—Aemond no dijo nada durante un breve momento y luego respondió.

—¿Acaso necesito una razón? Soy de tu sangre, no hay que tener más motivos para protegerte.

—¿Solo por eso?—Rhaenyra se acerco lentamente, el ligero vestido abrazaba con gracia sus voluptuosas curvas, pero se volvió algo traslucido en la zona de las piernas. Aemond deseo tener sus dos ojos para poder observar en todo su esplendor la belleza de la reina dragón—¿La sangre es muy importante para ti?

Aemond se fijó de lleno en el escote de la reina que mostraba sus generosos pechos. Se pregunto cuántas veces Ser Harwin y Ser Criston pudieron hundir sus rostros en ellos y por un momento deseo ser ellos, incluso ser alguno de sus sobrinos pequeños para poder hacer algo más que solo tocarlos. La maternidad los mantenía tan redondos como llenos y no pudo evitar cuestionarse si la leche producidos por ellos sería tan exquisita como la propia Rhaenyra.

—Cuando eres una persona de su realeza la sangre es algo muy importante ya que es lo único que te define de los demás.

—Es verdad.—Rhaenyra examino detenidamente la habitación de Aemond, a diferencia de los aposentos de Aegon que parecían un campo de batalla o como si un dragón salvaje hubiera estado allí, los de Aemond eran pulcros, limpios y demasiado ordenados, libros se alzaban en dos bibliotecas, colocados a los lados de los pilares cerca de la chimenea—Siempre te gusto mucho la historia de nuestra familia.—los dedos de la reina sin reino acariciaron la solapa de uno de los libros—Adorabas en especial la historia del rey Jaehaerys y la forma en la que logró traer conciliación en una época tan peligrosa cómo fueron los años venideros al reinado de Maegor El Cruel Rhaenyra—aparto la mano y observo a su hermano con cierto resentimiento—y pese a ello hiciste lo mismo que Maegor al ayudar a Aegon a robarme el trono,—una sonrisa triste adorno la regordeta boca de la reina—parece que la sangre no era tan importante para ti, después de todo.

Aemond se quedó en silencio durante unos segundos, parecía como si estuviese pensando en las palabras de la reina. De modo que fue él quien dio la vuelta a la conversación.

—A decir verdad, cuando tú naciste era más grande tu derecho al trono que su alteza, ya que eres la hija unigénita de Viserys, eso cambio cuando nació nuestro hermano.— quería silenciarla, callar su esplendorosa voz y reclamar aquellos labios tan exquisitos que su hermano ya había profanado, acorralarla contra la estantería y hacerla gritar su nombre hasta que la criatura en su vientre tuviese su sangre y no la de Aegon, lucho contra su instinto y necesidad de tomarla allí mismo, de hacerle 100 hijos legítimos dignos de la sangre de dragón por cada uno de sus bastardos, pero si lo hacía, ¿cómo podría tenerla por completo? A diferencia de su hermano el príncipe tuerto la quería toda, no solo su cuerpo, también sus pensamientos, también su corazón, aunque un año más de abstinencia y él mismo se arrancaría el otro ojo para no ver la tentación andante que era la reina—Pero en los últimos años él empezó a entender que no eras apta para ser reina, eres demasiado caprichosa, viciosa—Aemond se regodeo ante la mirada de desconcierto de su hermana, aunque él mismo no creía esa historia de su madre de que Viserys había cambiado la sucesión antes de morir, debía admitir que su hermana no estaba hecha para reinar, no, ella estaba hecha para otra cosa: aquél cuerpo, aquél rostro, su pelo, su voz y hasta su olor delataba su verdadero propósito; complacer.

La Danza de los Corazones DurmientesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora