Un recuerdo

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Jamás olvidaré el día en que falleció mi abuelo. Cuando yo nací, él tenía alrededor de ochenta años, y falleció a los noventa y seis, si mal no recuerdo. Fue un diecisiete de enero, por la tarde. Los últimos tres años antes de su muerte, mi madre pasaba casi la semana completa con mis abuelos, y a pesar de lo difícil que era eso para mí, comprendía perfectamente que era algo muy importante para ella, al final, son sus padres.

A pesar de que mi abuelo era muy anciano, estaba realmente en buen estado de salud, fuera de ciertas cosas asociadas, obviamente, a su avanzada edad. Él era un hombre muy activo, muy alegre y muy inteligente, sabía muchísimo y era una muy buena persona. Jamás le oíamos quejarse acerca de sus dolencias, siempre tenía buena cara.

El último año de vida, se apagó muchísimo, tras algunos ataques de virus y bacterias que, para una persona joven no serían tan crueles, su cuerpo estaba debilitado, y algunos mareos le provocaban caídas, por lo que mi abuela le prohibía movibilizarse por su cuenta. Ese sedentarismo lo perjudicó mucho.

Mi abuelo, a pesar de nunca quejarse, sufría mucho, y detestaba su estado tan deteriorado, por lo mismo, porque siempre fue alguien muy vital. Estaba cansado, increíblemente cansado, y cómo no estarlo, si había vivido casi un siglo.

El último año, realmente sólo estaba vivo porque su corazón latía, pero su entusiasmo ya no estaba ahí. Ya no era mi abuelo, el que conocí, y mi madre bien sabía que ese ya no era su padre.

El último tiempo, mis tías, que vivían al norte del país, viajaron a la capital para cuidar de mis abuelos. Él alcanzó a pasar la última navidad con sus hijas, y su último cumpleaños, que se distancia nada más que por diez días del mío... y ochenta años, claro.

Mi madre y mis tías habían decidido mantener a mi abuelo en su casa, pues sabían que se acercaban sus últimos días, y pensaron que lo mejor para él sería irse en su propia casa, rodeado de su familia, en lugar de en la solitaria habitación del Hospital, donde no descansas ni siquiera durante las noches. Sin embargo, los siguientes días, él pidió que se le llevase al Hospital, y así lo hicieron, cumpliendo sus últimas peticiones.

El día diecisiete de enero del año 2023, se había planeado que mi madre permaneciera en mi casa, pues era mi tía quien estaría con él ese día, pero mi madre, al enterarse de que mi tía llegaría tarde por la noche, decidió viajar al Hospital, que está a unas dos horas de mi casa. No quería dejar solo a su padre ni un sólo día.

Mi madre no alcanzó a llegar al Hospital cuando le avisaron de la defunción de mi abuelo. Aquel día no quise ir, a pesar de que mi madre querría compañía. Mi padre y mi hermana le acompañaron.

Al día siguiente fue el velorio, tampoco quería ir, pero tenía que comenzar a hacerlo. Me encontré con mi familia, los tíos y primos más cercanos, y por supuesto, muchas personas que jamás había visto, que al saludarme mencionaban lo mucho que había crecido. No quise ver cómo habían decorado el ataúd, cubierto delicadamente por la bandera chilena y con el uniforme de la Fuerza Aérea prolijamente doblado, sobre el cual descansaba su antigua gorra y un sable, como símbolo de su antiguo grado. Su fotografía con la perrita poodle que había tenido por diez años, y con quien era increíblemente delicado a pesar de la enormidad de sus manos, en las cuales la perra cabía por completo, y también una fotografía de su último tiempo como funcionario de la Fuerza Aérea. Todo eso lo vi, porque mi madre quiso mostrarme una fotografía de la decoración

El día del velorio, ella lucía bien, pero mi madre siempre lucía bien. Yo no pude arrancarme el nudo que sentía en la garganta, a pesar de que el ambiente con la familia era agradable. Ver el ataúd rodeado de flores, decorado con la bandera y con fotografías suyas era la prueba innegable de su partida. Esa noche lloré, porque comenzaba a convencerme de lo que había sucedido.

Al día siguiente, fue la misa de funeral y el entierro, una ceremonia hermosa, muy protocolar y que llenaba nuestros corazones de orgullo. Él alcanzó el grado de suboficial mayor, y el trato que recibió fue el que comúnmente se les da a los oficiales. La marcha fúnebre por parte de la banda, la salva de honor y un pequeño discurso de mi prima terminaron por romperme.

Aquella vez fue la primera en la que vi a mis hermanos llorar, pero por sobre todo, a mi madre. Me costó meses superar su pérdida, a pesar de no ser su nieta más cercana. Me costó, especialmente, entender que no le volvería a ver nunca más en la vida. Desde entonces, esa casa se siente vacía, y como dije antes, él no era de llamar la atención, era de perfil bajo, pero, al fin y al cabo, era su casa, el patriarca de una familia. Él era mi abuelo, y eso no lo quitará nadie nunca.

Él era una persona normal, como cualquier otra, pero había algo que lo hacía especial, quizá su manera de enfrentar los problemas, su carácter, su independencia y lo diferente que era a otros hombres de su generación o incluso más jóvenes. Mi madre lo admiraba y lo sigue admirando porque fue un buen padre.

Es imposible olvidar ese período, esos días en los que conocí el verdadero dolor de una pérdida, la primera que viví en toda mi vida, que a pesar de saber que era inminente, dolió horriblemente, dolió el comprender que era finalemente su partida de este mundo.

Yo en treinta capítulosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora