Me costaba entender sus expresiones, sus cara, sus gestos. Era un hombre serio, de bajo perfil, pero muy amable y cordial.
Acostumbraba madrugar, se levantaba con el sol y se preparaba su clásico expreso, leía un poco y más tarde, cerca de las diez, desayunaba. Un par de tostadas y jugo de alguna fruta.
En los días laborables, se levantaba aún más temprano, pero no desayunada, sólo se preparaba su café y se marchaba.
Era muy ordenado, muy limpio y cuidadoso con lo que hacía. Jamás encontré la vajilla sucia, o sus cosas desperdigadas por ahí. No contaba mucho con él para entablar una charla o desahogarme después de un largo día de trabajo, pero al menos me hacía compañía.
No sabía nada de él, ni dónde trabajaba, ni si tenía familia, cosa que al principio me ponía algo nervioso, pero con el tiempo me acostumbré a su forma de ser, y ya nada de eso me importó. Era un inquilino educado, agradable, y siempre pagaba a tiempo, era un buen compañero de piso.
Un día, regresó a cenar, como solía hacerlo, le saludé y él me devolvió el saludo. Le indiqué que había cocinado demás, y que si quería podía comer esa porción. Aceptó.
La noche transcurrió de forma habitual, lucía tranquilo, algo cansado como es normal tras el trabajo, pero nada más. Nada fuera de lo común en él.
No hablamos mucho más, no estaba en su naturaleza charlar.
A la mañana siguiente me quedé dormido, y me levanté más tarde de lo que debía, por lo que me alisté y salí casi corriendo del apartamento.
Cuando finalmente volví del trabajo, un poco más tarde de lo normal a causa de algunas horas extra, me extrañó no verlo en la sala. Siempre se quedaba en la sala hasta la hora de dormir.
Eso me alertó, y fui silenciosamente a buscarle en su habitación, no solía hacer eso, ya que la privacidad es sagrada para mí, pero tenía un mal presentimiento.
Entonces le vi, estaba bocabajo en su cama, inerte, rodeado de frascos vacíos de pastillas. A su lado, en la mesita de noche, descansaba la fotografía de una mujer y una niña. Asumí que eran sus familiares.
Le hablé, pensando que sólo estaría inconsciente. No quise acercarme demasiado, entré en pánico y llamé a la policía.
Estaba muerto, llevaba algunas horas muerto, y si no me hubiese picado la curiosidad, probablemente seguiría allí algún tiempo más.
Se había suicidado, entonces me enteré de las cosas por las que había estado pasando, pero que jamás expresó. Yo me consideraba su amigo, pero no tenía ni la menor idea de su vida.
Su esposa lo había dejado, y hacía todo lo posible por impedirle ver a su hija, quien había sido diagnosticada con cáncer terminal. La niña falleció tras meses de agonía, y él no pudo despedirse de ella. De todo eso me enteré por una hermana suya, en el velorio.
Al principio me costó entender por qué, aun pasando por todo ello, no me había mencionado ni una palabra al respecto, y no sólo a mí, sino que no lo había contado a nadie de su familia o amigos.
No estaba solo, en absoluto, pero por algún motivo no le gustaba desahogarse con la gente.
Siempre creí que era un tipo tranquilo, fuerte y estable, que nada tenía el poder de hacerlo caer. Yo lo conocía ya por dos años, e incluso en ocasiones habíamos compartido gratos momentos, pero jamás le vi deprimido.
Sólo ahora, algunos meses después de su muerte y observando cuidadosamente su tumba, puedo entender que al final, por muy fuertes que aparentamos ser, hay cosas que nos hieren, que nos van carcomiendo poco a poco hasta destrozarnos, porque al final, no somos irrompibles.
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Yo en treinta capítulos
RandomAquí les compartiré mis textos correspondientes a un reto de escritura diario. Una vez publicados no tendrán edición, ya que me parece que esa es la gracia, dejar que fluya y de esa manera escribir a diario, no solo para mejorar mi técnica sino que...