Una tragedia

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Éramos veinticuatro, todos chicos coincidentemente. Mi novio y yo habíamos planeado ese viaje por mucho tiempo, cada detalle, cada parada, cada fotografía. Sería perfecto.
Él no sabía que yo planeaba proponerle matrimonio tras salir de la cueva. El tour finalizaba al atardecer, frente a la cascada, y era el lugar perfecto.
Compramos los boletos con mucha anticipación, y los siguientes meses nos dedicamos a perfeccionar todo. Compramos maletas para llevar especialmente a ese viaje. Él me regaló una cámara de alta gama, que definitivamente usé para retratarle en cada oportunidad que tuve. Sería nuestro primer viaje juntos, y éramos unos románticos empedernidos, convencidos de que esa experiencia sería memorable.
No nos quedaba demasiado tiempo, restaban dos noches y tres días para regresar juntos a casa.
Antes de sumergirnos en la cueva, mi novio sufrió un ataque de ansiedad, me explicó que era la primera vez que sentía temor de entrar a un lugar así, y que no era claustrofóbico, pero le preocupaba que algo ocurriese.
Desgraciadamente le convencí, y ya más tranquilos entramos. El tour duraba alrededor de una hora, que, para ser sincero, no disfruté demasiado, no sólo por el desagradable ambiente, húmedo y asfixiante, sino que también porque los nervios de la inminente propuesta me impedían apreciar lo que mi novio me señalaba.
Él estaba muy entusiasmado, estudiaba geología y definitivamente esa fue la ocasión para demostrar todo lo que había aprendido. No se le quitó la sonrisa del rostro cuando sentimos una fuerte vibración bajo nuestros pies. El guía turístico explicó que era algo normal, que estábamos sumergidos en el océano y el oleaje ocasionalmente provocaba pequeños temblores.
Este fenómeno se repitió algunas veces durante nuestra estancia en la cueva, pero constantemente el guía nos tranquilizaba repitiendo que era algo normal.
No era algo normal.
La fuerza de los sismos aumentó, culminando con un estruendo, como de una avalancha. Con velocidad, el guía retrocedió hasta la entrada, y tras unos minutos anunció que habíamos quedado atrapados.
Intentamos no entrar en pánico, pero la situación empeoró cuando un poco de agua comenzó a entrar.
El guía explicó que no tenía forma de solicitar rescate, todos intentamos una y otra vez utilizar nuestros teléfonos, pero ninguno de nosotros tenía señal. La segunda salida también estaba cubierta de rocas y por más que intentamos tumbarlas, no lo conseguimos. Nuestra única opción era esperar a que notasen nuestra ausencia y rezar por que la curiosidad les picase para seguir nuestra ruta.
Si no hubiese sido por el reloj de muñeca de uno de los chicos, no sabría que habían pasado seis horas desde que se derrumbó el lugar. Aún habían réplicas del sismo, una tras otra, que nos daba algo de esperanza, pues creíamos que quizá nos ayudaría a aflojar las rocas.
El estómago comenzó a rugir, pero ninguno de nosotros tenía comida. Mi novio, lejos de lo que imaginé, permanecía en silencio, serio pero tranquilo.
Uno de los chicos, Ignacio, intentó apaciguar el ambiente, e incitó a comenzar una charla, uno que otro le siguió la corriente. Yo me mantuve al margen.
La temperatura comenzó a bajar cada vez más, junto con nuestras esperanzas de ser rescatados.
Ya derrotados por el agotamiento, dormir dejó de ser opcional.
Los siguientes días fueron cada vez peores. Lo único que nos mantenía conscientes era la fe. Nuestro sistema inmune estaba cada vez más débil, no sólo a causa del obvio estrés de la situación, sino que por supuesto, también por la falta de alimento, descanso y demás.
Aunque mi alegre novio comenzaba a debilitarse y mostrarse serio, mantenía en sí aquella chispa que me llenaba de esperanza. Sus ojos oscurecieron cada día, y yo era consciente de que todo acababa.
El día 35, la muerte se lo llevó consigo, y para mi suerte, no tardó demasiado en volver por mí. Nunca nadie jamás nos encontró, y nos convertimos en aquellas víctimas olvidables de la naturaleza. Para el mundo no fuimos nada, pero nadie podrá nunca devolvernos ni a nosotros ni a nuestras familias todo lo que perdimos en ese viaje. Mi madre sufrió enormemente mi pérdida, así como el saber que Nicolás y yo jamás nos pudimos casar. Él y yo nos casamos, sólo Dios, si es que realmente existe, fue testigo de eso.

Yo en treinta capítulosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora