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La alarma de mi teléfono sonaba hoy diez veces más fuerte de lo habitual. Sabía que hoy tendría un día de mierda, sabiendo la trágica historia detrás.

Durante toda la noche solo podía recordarle, recordar una y otra vez como lo perdí, delante de mis ojos. Éramos dos niños y uno tristemente dejó de serlo. Mi vida dejó de tener sentido después de ver aquel aterrador suceso.

¿Cómo un niño sigue adelante después de ver el cuerpo de su hermano ensangrentado y agonizando en el suelo? Creo que es una imagen que jamás podré borrar de mi mente.

Sang pedía ayuda y yo estaba ahí, de pie e inerte mirando. El miedo me había dejado petrificado y no era capaz de moverme. Un estúpido borracho le había atropellado dándose a la fuga y yo era el culpable de que el se hubiera metido en la carretera a coger mi balón.

Segundos antes de que ocurriera, él me estaba regañando por no tener cuidado. Su muerte también se llevó parte de mi vida.

Mi siguiente vida se basó en ser un niño de doce años, con trastornos suicidas debido al trauma. No quería vivir y mis padres debían estar las veinticuatro horas del día pendiente de mi. Algo difícil con un bebé en casa. Yoora necesitaba más atención. No iba a clase, me meta en peleas e intentaba de todas las formas posibles hacerme daño.

Según mi mente, yo era el que debía estar muerto. Era a mí a quien debía atropellar.

Yo era el culpable.

A los trece años, casi catorce. Recuerdo que estaba cerca de cumplirlos. Entre a un centro psiquiátrico, pasé allí alrededor de un año y medio. Salí con quince años, aunque no sirvió de mucho. Ya que nada más dejar la medicación que me mantenía atentado, volvieron esos sueños y esa voz irritante que decía que yo debía morir.

No lo soportaba, mis padres discutían demasiado debido a mi. Algo que jamás había pasado cuando Sang vivía. De hecho todos estaban felices con la pequeña Yoora.

No lo soporte más, quería desaparecer y no lo pensé dos veces. Fui a la autopista más concurrida y crucé deseando desaparecer. Tristemente no fue así, el destino tenía otros planes y en ellos entraba dejarme en silla de ruedas. Tuve varias operaciones e incluso estuve en coma un tiempo. Salí de eso y rondando los diecisiete me metieron de nuevo en el centro psiquiátrico. Pasé allí dos largos años y al salir volví al hospital por dolores que tenía en la espalda.

Ahí fue cuando descubrieron que había una posibilidad de que volviera a caminar. Comprendí que el destino y Sang me estaban dando otra oportunidad, tras la operación comencé a ir a terapia en grupo. Me gustaba más que estar aislado en el centro y el ambiente transmitía más confianza.

Allí conocí a Hoseok, al que hoy en día puedo llamar amigo. Aunque no nos vemos seguido y eso que compartimos clase muchas veces. El también tenía problemas con autolesionarse, hoseok fingía ser feliz, mientras por dentro se iba rompiendo.

Me levanté de la cama sin ganas, debía ir a verlo. Era su día y yo no podía faltar. Debía decirle muchas cosas, me gustaba hablarle y como no, desahogarme llorando ahí solo.

El ambiente en casa estaba por los suelos. Mi madre miraba su café, con unas claras ojeras. En esta casa la noche anterior, nadie duerme, nadie habla y nadie ríe. Yoora era demasiado pequeña para entenderlo, cuando Sang se fue.

Suele acompañarnos a llevarle flores, pero para ella no es el mismo dolor. Hoy se había quedado en casa de mi padre, solo estaba Jae. Quien revisaba su teléfono en silencio.

No tardamos mucho más en salir de casa y subir al coche de mi madre. Jae conducía y yo iba detrás, mirando el dichoso cielo azul. Me molestaba que todo fuera tan feliz, siendo ajeno a mi dolor. La gente reía mientras caminaban por la calle.

11 Razones Para Decir Adiós.  +18Donde viven las historias. Descúbrelo ahora