Diecinueve

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Diecinueve: Los minutos que faltaban.

Papá había salido de viaje por su trabajo, me había quedado sola en casa junto a Margaret.

Siempre trataba de evitar relacionarme con ella, no lo dijo nunca pero yo sabía que entre menos me viera menos me odiaba.

Margaret había ido por las compras al súper, así que bajé las escaleras y me dirigí a la cocina, pasé al lado del reloj intentando en vano no verlo, faltaba media hora para el partido.

Era estúpido pensar en ello, sería la primera vez que tú jugarías y Callum me había pedido que fuera.

¿Por qué yo era un imán de problemas?

Abrí la nevera y saqué de ella una soda de limón, pero cuando estaba por abrirla me paré, en algún momento tendría que dejar de ser una niña ¿no? Volví a buscar dentro, dejándola donde la había encontrado y tomé un par de las latas prohibidas para mí.

Subí corriendo a mi recamara y cerré con seguro.

Todo este tiempo había estado actuando a la defensa, creía que los demás veían algo estúpidamente mal en mí, algo que no existía, pero ¿y si ellos eran los que estaban bien y no yo?

Ellos me veían como un problema, quizá había nacido para serlo.

Abrí la primer lata, mis manos temblaban, sabía que estaba haciendo mal las cosas y aún así ignoré a mi conciencia.

La cerveza corría por mis labios, sólo una vez había tomado de ella, dos años desde eso, el sabor era algo que ya no recordaba.

La piel se me erizó, era extraño.

Pronto la primera lata quedó vacía y abrí la segunda, mientras bebía caminé al espejo de mi habitación, el mundo se movía ligeramente, pero era capaz de controlarlo.

Mi reflejo era patético, mi cabello era seco y apagado, mis ojos eran remarcados por ojeras oscuras, mi piel estaba llena de pecas y mis labios estaban en muy mal estado.

Cerré los ojos ignorando lo que yo era, eso mismo que los otros me estaban enseñando a odiar y no paré de tomar hasta que la cerveza se acabó.

Agarré las latas y oculté bajo la cama. Sonreí, se sentía tan bien hacer eso que me decían que no debía.

Necesitaba salir, el aire dentro lo sentía pesado, pero cuando llegué a la puerta también ella lo hizo.

―Ah, Alissa ―habló con su aguda voz de gato―. Saca las bolsas del auto.

¡Ya bastaba de toda esta mierda en mi vida!

―¿Por qué no las sacas tú?

―¿Disculpa? Te he dado una orden. Hazlo.

Negué con la cabeza, sus palabras parecían divetidas.

―No. Voy a salir ―le informé tomando las llaves.

―¿Pero qué te pasa?

―¿Qué te pasa a ti? Yo no soy tu sirvienta. Creo que puedes sacar tú sola las bolsas. No te romperás nada ―le giñé el ojo―, lo juro.

―Haber, niña, yo mando aquí. Y no voy a volver a reptirlo. Saca las bolsas.

No pude más y me reí.

Había dicho que no lo repetiría otra vez y lo acababa de hacer.

―¿Te estás riendo de mí? ―preguntó molesta.

―Sí ―respondí y me di la vuelta, pero me detuvo jalándome del hombro.

Enterró sus uñas postizas sobre mi piel, las punzadas me taladraban lento.

―No irás a ningún lado, idiota, tomarás las bolsas, las meterás y guardarás todo en su lugar. Después te meterás en tu cuarto y fingirás que no existes.

Yo no paraba de ver su mano sobre mí, años habían pasado desde que ella llegó a mi vida, siempre me lastimaba, con palabras y golpes, y cuando le decía a mi padre no me creía.

―¡Sueltame! ―quité su mano de mí y aventé el cuerpo de Margaret hacía atrás. Chocó contra la pared y cayó al suelo.

―No me vuelvas a tocar. No eres mi madre, ¡no eres nada!

Ella miraba incrédula, no podía entender porqué la tonta de su hijastra iniciaba a defenderse.

―Tu padre lo sabrá ―amenazó.

―Hazlo. Por cinco años tú haz sido mi pesadilla, hazlo, dile a mi padre y yo seré la tuya.

Salí y crucé el jardín pisando a propósito las flores que ella misma había plantado.

Caminaba sin rumbo, pero cualquier lugar era mejor que estar bajo el mismo techo que Margaret, revisé el reloj de mi celular: faltaban diecinueve minutos.

Un carro tocó su bocina a mis espaldas, aminorando la velocidad y se detuvo a mi lado.

Yo ya sabía de quién era el auto.

99 cigarrillos, 1 beso © #Wattys2016Donde viven las historias. Descúbrelo ahora