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Setenta y cinco

Setenta y cinco: El número de cuadros que alcancé a contar.

El camino transcurrió en silencio, Taylor no hizo preguntas y yo intenté no pensar en lo que acaba de pasar. Pronto llegamos a tu casa, era una casa fuera de lugar con las otras casas al alrededor, todas eran pequeñas y feas, la tuya seguía siendo pequeña, pero había un jardín en frente tan cuidado y bello que hacía que le tuvieran envidia.

Y ahí estabas tú.

En una silla de ruedas, con un lienzo blanco sobre tus piernas, y entendí por fin porqué el primer día que te vi, tus dedos estaban negros. Me acerqué a ti lentamente, Taylor se quedó atrás observando toda la escena, con algo de miedo por la reacción que podrías haber llegado a tener. En el lienzo estaba el dibujo de una habitación de hospital, todo hecho a carboncillo, tus dedos estaban negros otra vez, se iban manchando mientras con ellos difuminabas algunas lineas del dibujo, yo conocía ese lugar; fue nuestra habitación por un par de semanas.

Cuando mi sombra te tapó la luz, levantaste la mirada y sonreíste. Así nada más. Como si al verme lo más natural fuera hacer eso: sonreír. Nadie lo hacía así, sólo tú.

―Hola.

―Alissa, hola.

Tu voz, oh, tu bendita voz, seguía habiendo la misma amabilidad en ella. Taylor se acercó a nosotros, se veía más tranquila de que no hubiera pasado algo feo que lamentar como que tú hubieras gritado, o enojado porque te fuera a ver.

―¿Les preparo un poco de té helado? ―preguntó.

Asentiste y entramos a la casa, en ningún momento dejaste que alguna de nosotras te ayudara con la silla, simplemente entraste y fue ahí donde conté los setenta y cinco cuadros, todas tus paredes estaban llenas de cuadros, todos a carboncillo. Eran imágenes de árboles, lagos, edificios, casas, habitaciones, parques... Pero ninguno de personas.

―Amas dibujar... ―dije sin pensarlo, yo estaba observando todos los cuadros con detenimiento.

―Tanto como caminar ―respondiste tú. Y dolió.