XIX.

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–Tan solo

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–Tan solo... intenta ser amable, ¿vale? –le pedí a mi madre cuando abrí la puerta de casa para que entrasen.

Después de nuestro último encontronazo, creí que la mejor idea era invitarlos a una cena en la que pudiesen conocer mejor a Alice. En el fondo, sabía que a mi madre le encantaría aquella rubia que me había robado el corazón.

–¿Por quién me tomas, hijo? Parece que no me conoces...

–Por eso mismo te lo digo; porque te conozco –ella tan solo puso los ojos en blanco ante mi respuesta, aunque mi padre sonrió levemente.

–¿A mi no me dices nada? –bromeó ajustándose las gafas.

–Sé que a ti no hace falta decirte nada –él sonrió orgulloso, palmeando mi hombro para después entrar en el apartamento seguido de mi madre.

Entonces escuché los pasos de Alice avanzando a lo largo del pasillo, y tan solo con ese leve sonido, me di cuenta de que estaba nerviosa. Caminaba de forma temerosa, probablemente recordando cómo había sido el primer encuentro con mi madre. No la culpaba. Podía llegar a ser realmente cruel cuando se lo proponía.

Me fijé rápidamente en los ojos de la rubia en cuanto llegó a donde estábamos mis padres y yo. Estaban ligeramente vidriosos y juraría que había cierto temor en ellos. No era para menos.

–Buenas noches... –susurró con un hilo de voz.

–Buenas noches, querida –le saludó mi padre, que se apuró a darle dos besos y un corto abrazo que pareció tranquilizarla aunque fuese un poco. Por primera vez desde su llegada, Alice sonrió levemente. –¿Cómo te ha ido todo estos días?

–Pues... bien –Alice suspiró profundamente, dejándose llevar por aquella conversación que, aunque fuese algo incómoda, ya era mejor que la anterior.

–¿Has estado pintando últimamente? –le preguntó mi padre, haciendo que Alice sonriese tímidamente. Era más que obvio que le gustaba aquel interés por parte de una persona que no fuese solamente yo.

–Bueno... he hecho algo.

–Me ha hecho un retrato –contesté rápidamente al ver que ella no se atrevía a decirlo. Odiaba que fuese de aquella manera, tan tímida, cuando lo cierto era que tenía un talento francamente abrumador.

–¿Podría verlo?

La voz de mi madre hizo que todos nos volteásemos a mirarla. Por primera vez desde que había conocido a Alice, parecía estar mostrando un poco de interés. Me fijé entonces en la sonrisa de mi rubia, que parecía iluminar toda la casa. Era como si, de pronto, hubiese encontrado un rayo de esperanza entre tanto dolor.

–Pues...

–Claro que puedes verlo –me apresuré a responder, al ver que Alice estaba algo dubitativa. –Lo tengo guardado en el cuarto de invitados.

Postales certificadas | Charles LeclercDonde viven las historias. Descúbrelo ahora