XX.

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–Tranquilízate, por favor –pidió Charles apretando mi mano cuando nos adentramos en aquel enorme y elegante edificio

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–Tranquilízate, por favor –pidió Charles apretando mi mano cuando nos adentramos en aquel enorme y elegante edificio. El amigo de Richard me había citado en ese lugar después de ver fotografías de algunas de mis obras. Y estaba realmente emocionada, pero juraría que jamás me habían temblado las piernas de aquella manera. Era como si tuviesen vida propia.

–No puedo, Charles. ¿Sabes cuánto tiempo llevo soñando con una oportunidad así?

–Lo sé, pero ya lo has conseguido.

–No es cierto. Todavía tengo que hablar con el dueño de la galería. ¿Y si no le gustaron mis cuadros? –pregunté apretando su mano por el nerviosismo.

–Si no le hubiesen llamado la atención, no te pediría que vinieses. ¿Para qué iba a perder su tiempo si tiene tan claro que no le interesan? –me mordí el labio inferior cuando llegamos a la recepción.

Allí nos esperaba una mujer con el pelo perfectamente recogido, vestida de traje y con una sonrisa perfecta que haría que cualquiera se tranquilizase de inmediato. Tenía sentido que alguien así fuese la recepcionista de un lugar tan importante.

–Tengo una cita con el señor Dumont –hablé finalmente, con la voz entrecortada por los nervios.

–¿Alice Parisi? –asentí de inmediato. –El señor la está esperando en su despacho. Al fondo de ese pasillo, a la derecha –indicó tanto con aquellas palabras como con su mano. Alex tomó mi mano de manera firme, pero justo cuando se encaminó para andar a mi lado, la mujer nos interrumpió. –Solamente ella. Es una reunión... confidencial.

–Oh... claro –contestó Charles de manera dubitativa, dedicándome una pequeña sonrisa. –Mucha suerte, Ali –dijo antes de juntar sus labios con los míos de manera sutil; simplemente un roce de piel contra piel. –Aunque no la vas a necesitar...

Volví a morderme el labio inferior por los nervios, sintiendo cómo me temblaban las piernas a medida que me alejaba poco a poco de Charles hasta llegar a aquella puerta que podía hacer que mi vida diese un giro de ciento ochenta grados.

Toqué con los nudillos, dando un par de golpecitos. Un simple "adelante" se escuchó al otro lado y, respirando profundamente, me atreví a abrir. Ante mi se desplegó un despacho completamente blanco y, al fondo, un hombre se encontraba sentado frente a su mesa. Parecía tener alrededor de cuarenta años. Vestía un traje azul marino con una camisa blanca, un atuendo realmente formal, que resaltaba su más que llamativo atractivo. Sus ojos azules resaltaban enormemente y se clavaban en los míos como si se tratasen de estacas.

–Tome asiento, señorita Parisi –me indicó el lugar con su mano, justo en frente a su silla.

Avancé sin decir nada, en completo silencio. Los nervios me estaban matando, y conseguían incluso que se formase un bulto en mi garganta que me impedía hablar. Al fin y al cabo, esa maldita reunión podía cambiar mi vida para siempre.

Postales certificadas | Charles LeclercDonde viven las historias. Descúbrelo ahora