Introducción

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Estaba terminando de empacar los últimos bañadores que había comprado hacía solo tres días. Porque sí, eso de prepararse con tiempo no era en absoluto lo mío. Justo por eso, ahora tenía que soportar las voces de mi madre desde la cocina que se escuchaban como una cacharrería por los fuertes golpes que daba en la sartén. Por suerte, la música de mi móvil haciendo sonar Hayloft de Mother Mother hacía más llevadera la complicada tarea de que todo entre en una maleta.

—Vale Lys, ropa para salir, bañadores, ropa cómoda, lo tengo todo, ¡Ay no! — Corrí apresurada hacia el armario, arrastrando la silla de mi escritorio para subir al altillo, donde enterré la mano entre las mantas que guardábamos para el próximo invierno, y con la punta de los dedos lo toque. Mi diario.

Lo abracé contra mi pecho soltando un suspiro y con mucha delicadeza lo dejé en uno de los bolsillos de la maleta, estaba machacado tras tantos años en mis manos, pero no me imaginaba deshaciéndome de él, ni hablar, el tacto suave de su terciopelo me transmitía el mismo hormigueo que la primera vez que mi madre me lo entregó en mi décimo cumpleaños, más o menos.

Tomé un pequeño bolso donde guardé básicos como mi cartera con la documentación, mi labial rojo favorito, la vieja pitillera que encontré en una caja de mudanza y mi cargador, donde iba no pensaba depender de nada más. Solo quería desconectar.

Salí sonriente hacía el salón, donde mi madre estaba sentada sobre la mesa de madera con una sonrisa falsa que distinguía a kilómetros. ¿El motivo? Daniel ya había llegado aportando un brillo divertido al soso salón minimalista.

—Te llevo llamando diez minutos Lysandra. — dijo mi madre mientras la veía frotar las yemas de sus dedos. Después de tantos años en la misma casa conocía sus tics nerviosos, era como un libro abierto para mí.

—Lo se, había olvidado algo. — Pasando del desayuno inglés que mi madre me había preparado, fui dando saltitos hasta Daniel, quien me abrazó como si fuera un oso amoroso, levantándome unos centímetros del suelo. Impregnando de su perfume a pino mi camisa de leñadora roja.

—Tranquila, yo acabo de llegar, tu madre insiste en desayunar por última vez antes de nuestras vacaciones.

—Merecidas vacaciones. — dije riendo mientras los ojos verdes de mi amigo brillaban llenos de ilusión. Por fin, un descanso.

Desayunamos tranquilos, evitando a toda costa las preguntas sobre el trabajo que hacía mi madre. No. Me niego a hablar de trabajo. Estuve semanas rogándole a mi jefe que me concediera este mes para poder salir de mi rutina y no era una conversación cómoda hablar de cómo se habían tomado mis pacientes esta decisión. Por que era simple, no puedo pensar siempre en los demás.

Daniel en cambió se lo llevó a su terreno, el arte. Le conocí en una galería de arte de una ciudad donde tuve que ir a dar una conferencia sobre las pesadillas y los terrores nocturnos. El pintaba, bueno lo sigue haciendo, aunque sería más realista si admite que desde que descubrimos que éramos casi vecinos pasa más tardes conmigo que con un pincel en la mano.

—Entonces será un viaje de cuatro horas ¿os turnaréis verdad? Para que no ocurra nada en el viaje. — Mi madre siempre estaba preocupada por el futuro. Obsesionada con las catástrofes esporádicas que si no seguías cada norma al pie de la letra podrían desembocar en una pérdida terrible. Yo no la entendía. ¿Por qué preocuparme de algo que no sé si pasará?

—No se preocupe señora Dusk, le doy mi palabra de que llegaremos de una pieza. — Cada vez que Daniel mostraba esa faceta de chico perfecto me costaba mantener la risa dentro de mi. Si mi madre supiera que siempre me arrastra a sus vicios no pensaría que es un ángel.

—Vale, gracias Daniel, por cierto Lys, tienes mala cara ¿Has llevado medicamento por si te duele la cabeza? — Solté un suspiro agotada con sus repetitivas preguntas. —No resoples, me preocupo por ti cariño. — dijo mi madre, mientras arrugaba sus delgadas cejas rojizas.

—Solo no he dormido mucho, me quedé hasta tarde leyendo, pero tranquila me he metido alguna pastilla en la mochila junto al neceser.

—¿Leyendo o fumando? — Por debajo de la mesa le di un patadón en la tibia a Daniel, haciendo que este saltara en la silla soltando un gruñido.

—¡Lysandra! ¿De nuevo, fumando? — Mi madre me miraba con desaprobación, cruzando sus brazos sobre la mesa mientras yo pensaba en la venganza que tomaría contra Daniel por abrir la boca.

—Fue uno, estaba estresada, no tenéis que hacer ningún drama de esto.

La charla de mi madre sobre lo mortal que era el tabaco así como de lo vieja que me vería en unos años por su culpa me la sabía al dedillo. Creo que puedo imitarla, incluso hacer de eco y repetir cada una de sus palabras sin confundirme. Pero como quiero un viaje tranquilo, me tocó permanecer en silencio mientras miraba a la pared frente a ella. Así hasta que se canse.

Cuando al fin pude abandonar mi hogar lleno de normas, advertencias y críticas constructivas algo agresivas, fue cuando me sentí libre. Mi madre se despidió desde el porche con angustia en su mirada yo hice lo mismo, pero de forma enérgica.

—Quiero que sepas que por tu traición en el desayuno me debes una copa Dan. — dije mientras el moreno me miraba por el espejo retrovisor de su pequeño, pero cómodo coche. Terminando por girarse hacía mí.

—Sabes que deberías dejar de fumar Lysandra. — Su timbre de voz era encantador, suave y a la vez varonil. Pegaba a la perfección con su cuerpo grande y la barba perfilada que llevaba, era un hombre pero con estilo.

—No sabes mejor que yo lo que necesito, he tenido un último caso que me puso los pelos de punta y mira que es complicado. — expliqué tranquila, mientras la duda y las ganas de preguntar amenazaban por su sonrisa de lado.

—No lo sabía, espero que no tengas otro mejor amigo al que le cuentes las cosas macabras de tu trabajo.

—¡Eres un morboso! — Di un pequeño golpe en su muslo, mientras yo miraba por la ventanilla como los árboles y la zona residencial de casas idénticas iban pasando a nuestro lado, quedando en el pasado.

—No es morbo, es ayudar a que mi mejor amiga no se fume una cajetilla diaria, he recogido las colillas que tiraste por tu ventana, por eso he llegado un poco tarde. — Daniel se había vuelto mi confidente, era a quien acudir cuando las cosas me empezaban a saturar. Evitaba muchas de mis crisis con una sesión de Netflix y vino, no podía pedirle mucho más.

—Gracias, ayer no tuve una buena noche. — dije sin ánimo de entrar en detalles.

—Cuando quieras hablar aquí estoy. Ahora, nos vamos ¡Adiós Silvestria! — dijo tras pasar el cartel de despedida de nuestro tranquilo y pequeño pueblo. Me quedé por unos segundos mirando el cartel que se iba volviendo más diminuto.

Que te den Silvestria, es la hora de pasarla bien. 

Lunas CruzadasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora