Capítulo 10 Las pruebas

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En ese callejón oscuro y sórdido, me encontraba de pie, con una sonrisa retorcida dibujada en mis labios. Frente a mí, una mujer embarazada y herida se arrodillaba, suplicando por su vida con lágrimas desesperadas surcando su rostro pálido y desgarrado por el miedo. Su voz temblorosa resonaba en el aire cargado de tensión, mientras sus manos se aferraban instintivamente a su vientre hinchado.

Observaba con deleite la expresión de terror en su rostro, saboreando cada momento de su sufrimiento como si fuera un manjar exquisito. Para mí, esa mujer no era más que una presa indefensa, un juguete en mi juego retorcido de poder y dominación.

Mientras ella imploraba piedad, yo me regocijaba en su agonía, sintiendo el éxtasis de tener el control absoluto sobre su destino. Cada lágrima derramada era como música para mis oídos, alimentando mi sed de crueldad y sadismo.

Mientras tanto, mi cómplice oculto en las sombras disfrutaba del espectáculo tanto como yo. Su risa sádica resonaba en el callejón, mezclándose con mis propios pensamientos perversos mientras contemplábamos juntos la desesperación de la mujer.

En ese momento, en medio de la oscuridad y la depravación, me sentía poderoso, invencible. La mujer no era más que una marioneta en mis manos, y yo era el titiritero que controlaba cada movimiento, cada suspiro, cada gemido de angustia.

Y así, mientras la mujer continuaba suplicando por su vida, yo permanecía impasible, disfrutando del espectáculo macabro que se desarrollaba ante mis ojos. En ese callejón sombrío, el poder y la crueldad reinaban supremos, y yo era el amo indiscutible de aquel reino de pesadilla.

En un instante de súbita inspiración, decidí ceder los honores de acabar con la vida de la mujer a mi amigo Theo. Sabía que él no dudaría en llevar a cabo la tarea con la eficacia y la frialdad necesarias, y eso solo añadiría un toque extra de deleite a la escena.

Con un gesto sutil pero cargado de significado, hice un ademán hacia Theo, indicándole que era su turno de actuar. Sus ojos se encontraron con los míos por un breve instante, y en ese intercambio de miradas entendimos el propósito de nuestra alianza siniestra.

Theo se acercó a la mujer con paso firme y decidido, sacando una daga afilada de su cinturón con una destreza que denotaba años de práctica. La mujer, que había dejado de suplicar al notar el cambio en la situación, miraba con terror a Theo, reconociendo en él la figura de su verdugo.

Sin vacilar ni un segundo, Theo se colocó detrás de la mujer, sujetando con firmeza su cabello desaliñado y exponiendo su garganta al filo afilado de la daga. Un silencio tenso se apoderó del callejón, interrumpido únicamente por el jadeo ahogado de la mujer y el sonido metálico de la hoja de la daga.

Entonces, con un movimiento rápido y preciso, Theo deslizó la daga a lo largo de la garganta de la mujer, cortando su yugular con una eficiencia escalofriante. Un chorro de sangre brotó de la herida, tiñendo el suelo del callejón de un rojo oscuro y brillante.

El líquido carmesí se esparció por el suelo, salpicando los zapatos de Theo y manchando su ropa con un patrón grotesco pero fascinante. Observé la escena con una mezcla de éxtasis y satisfacción, sintiendo una oleada de placer al ver cómo la vida abandonaba el cuerpo de la mujer y se convertía en una más entre las sombras del callejón.

Para mí, la sangre era como un elixir de poder y dominación, y verla fluir en grandes cantidades era una experiencia casi adictiva. Cada gota derramada era como un tributo a mi sed de control y crueldad, alimentando mi ego y mi sed de poder.

Mientras Theo se apartaba del cuerpo sin vida de la mujer, dejando que cayera al suelo con un suspiro final, yo permanecía allí, observando la escena con una sonrisa satisfecha en el rostro. La muerte había llegado al callejón esa noche, y yo había sido testigo y cómplice de su llegada, disfrutando cada momento de la tragedia que se desarrollaba ante mis ojos.

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