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Nunca había odiado tanto su día libre. El sofá había empezado a coger su forma.

La tarde estaba acabando y ella llevaba ahí desde que se había despertado. Bueno, mejor dicho, desde que se había levantado de su cama, porque lo que era dormir... poco.

Amelia se había criado en noches de silencio tras discusiones, donde la casa estaba tan vacía que daba la sensación de que no había nadie, que estaba sola. Su padre solía irse a dormir a casa de la abuela de Amelia cuando discutía con su madre, y a veces tardaba hasta días en volver. En aquel silencio de la noche, Amelia se sentía sola, muy sola.

Odiaba sentirse así, por eso de pequeña se prometió a sí misma no creer en aquella trampa del amor, y cuando creció... Ni si quiera se tuvo que esforzar por cumplirlo, porque era incapaz de profundizar en aquellos sentimientos cuando conocía a alguien.

Siempre creyó que estaba rota en ese sentido y estaba bien, ¿para qué quería enamorarse igualmente viendo las consecuencias?

Y ahora... Ahora sí que estaba rota. Sin sus ojos brillantes, sin su sonrisa mordida, sin sus gemidos. Sin la manera de en la que la miraba cuando se moría por devorarla, ni la manera en la que la abrazaba tras un orgasmo.

Sin la manera en la que con sus ojos le hacía sentir todo. Ahora, ya no había nada.

Ahora sólo había películas románticas en su lista de Netflix y Estrella Galicia en su nevera sin beber.

El sonido de la puerta principal la sacó de sus propios pensamientos, aun así, siguió en su sitio mientras miraba la televisión sin tan siquiera verla.

– ¿Sigues en el sofá?

Amelia miró a Nacho que parecía que había dormido tan poco como ella. Iba en chándal y con una bolsa de deporte, y a pesar de que no había sabido nada de él, podía intuir de dónde venía.

– ¿Quieres que me vaya a bailar contigo?

– No, gracias. Necesitaba estar a solas.

Dejó la bolsa en el suelo y se dejó caer en el sofá junto a su amiga, dejando salir un largo suspiro.

– Nacho... No sabes cuánto lo siento. – dijo poniendo su mano sobre la de él. – Estás en todo tu derecho a estar enfadado conmigo.

Volvió a suspirar y chasqueó la lengua antes de mirarla a ella.

– No lo estoy, Amelia. No has sido tú quien ha estado mintiéndole. Bueno, también lo has hecho, pero ya me entiendes.

Sonrió Nacho con tristeza, haciendo que Amelia también lo hiciera mientras golpeaba el hombro de su amigo con el suyo.

– No es justo que hayáis salido perjudicados vosotros. – dijo, sintiéndose culpable por la ruptura de María y Nacho.

– Lo sé, por eso no voy a parar de intentarlo. No me coge el teléfono, ni me responde a los mensajes, pero al menos sólo es silencio y seguiré intentándolo hasta que me diga que se acabó.

– Un poco acosador por tu parte. – murmuró.

– Se llama esfuerzo, Amelia. ¿Acaso tú no vas a luchar por Luisita?

Amelia le miró unos segundos hasta que tragó saliva con impotencia y negó despacio con la cabeza, antes de apartar la mirada.

Pudo sentir cómo su amigo también negaba con la cabeza a su lado y ella sólo sentía que cada vez tenía más ganas de llorar.

– ¿Sabes? Iba a advertírtelo. – dijo Nacho haciendo que Amelia le mirara. – María me dijo lo enamoradiza que era Luisita y te lo iba a advertir. Que tuvieras cuidado con los detalles, que se acabaría enamorando. ¿Sabes por qué no lo hice? – preguntó haciendo que Amelia negara con la cabeza. – Porque tú la miras con el mismo brillo que ella lo hace, y pensé, por fin. Por fin ha conocido a alguien que va a enseñarle lo bonito que es el amor y que merece la pena enamorarse.

Amor de película (y otras mentiras)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora