El 6 de abril de 1812, exactamente dos días antes de que cumpliera los
dieciséis años, Penelope Featherington se enamoró.
Fue algo, resumido en una palabra, estremecedor. La tierra tembló, el
corazón le dio un vuelco, el momento la dejó sin aliento. Y pudo decirse, con
cierta satisfacción, que el hombre involucrado, un tal Colin Bridgerton, se sintió
exactamente igual.
Ah, no en el aspecto amor, eso sí. No se enamoró de ella en 1812 (ni en
1813, 1814, 1815, ni, ay, maldición, en los años 1816-1822, ni en 1823
tampoco, pues en esos periodos estuvo ausente del país). Pero sí le tembló la
tierra, le dio un vuelco el corazón y, Penelope lo sabía sin la menor sombra de
duda, también se quedó sin aliento, unos buenos diez segundos.
Caerse del caballo suele hacerle eso a un hombre.
Los hechos ocurrieron de la siguiente manera:
Ella iba paseando por Hyde Park en compañía de su madre y sus dos
hermanas mayores cuando sintió un atronador retumbo en el suelo (véase
arriba: el temblor de tierra). Su madre no le prestaba mucha atención (rara vez
se la prestaba en realidad), así que ella se alejó del grupo un momento para
ver qué ocurría. El resto de las Featherington estaban embelesadas
conversando con la vizcondesa Bridgerton y su hija Daphne, la que acababa de
comenzar su segunda temporada en Londres, así que fingían no haber oído el
ruido. La familia Bridgerton era de una importancia fundamental, por lo que no
se podía desatender una conversación con ellas.
Cuando Penelope se asomó por un lado del tronco de un árbol
particularmente ancho, vio a dos jinetes galopando hacia ella a una velocidad
de alma que lleva el diablo o cual fuera la expresión favorita para describir a
dos locos a caballo despreocupados por su seguridad, salud y bienestar. Se le
aceleró el corazón (habría sido francamente difícil mantener el pulso tranquilo
en presencia de esa temeridad y, además, eso le permitía decir que el corazón
le dio un vuelco en el momento en que se enamoró).
Entonces, por uno de esos inexplicables caprichos del destino, al viento
se le ocurrió soplar fuerte, en una ráfaga muy repentina, y le levantó la papalina
(cuyas cintas, para gran fastidio de su madre, había descuidado atar bien bajo
el mentón) echándola a volar por el aire y, ¡plaf!, fue justo a taparle la cara a
uno de los jinetes.
Penelope hizo una inspiración entrecortada (que la dejó sin aliento) y el
hombre se cayó del caballo y fue a aterrizar de un modo nada elegante en un
charco de barro.
Ella corrió, casi sin pensarlo, gritando algo que pretendía ser una
pregunta acerca de su salud y bienestar pero que en realidad le salió más bien
como un chillido ahogado. Sin duda él estaría furioso con ella, pues ella había
sido la causa de que se cayera del caballo y estuviera cubierto de barro, dos
cosas que garantizaban que un caballero se pusiera del peor humor posible.
Pero cuando por fin él logró ponerse de pie, pasándose la mano por la ropa
para quitarse el barro que era posible quitarse, no arremetió contra ella, no le
dijo nada despectivo, no le gritó, ni siquiera la miró furioso.por favor entra a mi perfil a ver mi otro libros