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damas.
—¿Y?
Él se cruzó de brazos.
—¿No deberías llevar una doncella contigo?
—Vivo sólo a la vuelta de la esquina —dijo ella, algo desanimada porque
él no recordaba eso. Al fin y al cabo ella y su hermana eran las mejores amigas
de dos de las hermanas de él. Si incluso la había acompañado a casa una o
dos veces—. En Mount Street —añadió, al ver que no se le deshacía el ceño.
Él entrecerró ligeramente los ojos mirando hacia Mount Street, aunque
ella no tenía idea de qué esperaba lograr con eso.
—Por el amor de Dios, Colin. Mi casa está al lado de la esquina con
Davies Street. No me lleva más de cinco minutos caminar hasta la casa de tu
madre. Cuatro, si me siento excepcionalmente enérgica.
—Sólo quería ver si hay lugares muy oscuros o entrados. —Se giró a
mirarla—. Donde podría acechar un delincuente.
—¿En Mayfair?
—En Mayfair —dijo él, implacable—. De verdad creo que deberías
hacerte acompañar por una doncella cuando vas de aquí para allá. No me
gustaría nada que te ocurriera algo.
Ella se sintió extrañamente conmovida por su preocupación, aun cuando
sabía que él haría extensiva su consideración a cualquiera de las mujeres que
conocía. Eso era sencillamente la clase de hombre que era.
—Te aseguro que observo todas las reglas del decoro cuando hago
trayectos largos —explicó—, pero es que esto está tan cerca. Sólo unas pocas
manzanas. Ni siquiera a mi madre le importa.
De pronto a Colin se le puso rígida la mandíbula.
—Por no decir —añadió ella—, que tengo veintiocho años.
—¿Y qué tiene que ver eso? Yo tengo treinta y tres, si quieres saberlo.
Ella ya lo sabía, lógicamente, puesto que lo sabía casi todo de él.
—Colin —dijo, sin poder evitar que se le metiera un sonido agudo de
molestia en la voz.
—Penelope —contestó él, exactamente en el mismo tono.
Ella hizo una larga espiración y dijo:
—Estoy firmemente establecida para vestir santos, Colin. No tengo
ninguna necesidad de preocuparme de todas las reglas que me fastidiaban
cuando tenía diecisiete años.
—No creo…
—Pregúntale a tu hermana si no me crees —interrumpió ella, plantándose
las manos en las caderas.
Repentinamente él se puso más serio de lo que había visto nunca.
—Me cuido muy bien de no preguntarle a mi hermana nada que tenga
que ver con el sentido común.
—¡Colin! Qué terrible es que digas eso.
—No he dicho que no la quiera. Ni siquiera he dicho que me caiga mal.
Adoro a Eloise, como bien lo sabes. Sin embargo…
—Cualquier cosa que comience con «sin embargo» tiene que ser malo —
masculló ella.
—Eloise ya debería estar casada —dijo él, en un nada característico tono
autoritario.
Bueno, eso sí era demasiado, consideró ella, sobre todo en ese tono.

COLIN Y PENELOPE Donde viven las historias. Descúbrelo ahora