Francia), tenía que ser la principal ventaja de ser solterona.
—Cielo santo —gimió, pensando que si el pecado pudiera tomar forma
sólida, seguro que sería un pastel, de preferencia uno con chocolate.
—Está bueno, ¿eh?
Penelope se atragantó con el pastelillo, y luego tosió, enviando una fina
rociada de crema por el aire.
—¡Colin! —exclamó, rogando fervientemente que el trozo de crema más
grande no le hubiera caído a él en la oreja.
—Penelope —dijo él, sonriendo cálidamente—. Cuánto me alegra verte.
—Y a mí.
Él se balanceó sobre los talones una, dos, tres, y luego dijo:
—Te ves bien.
—Y tú —repuso ella, tan ocupada en tratar de encontrar un sitio para
dejar el pastelillo que no se le ocurrió dar alguna variedad a sus frases.
—Es bonito ese vestido —dijo él, indicando su vestido de seda verde.
Ella sonrió tristemente.
—No es amarillo.
—No —sonrió él, y se rompió el hielo.
Lo cual era raro, porque cualquiera diría que la lengua se le paralizaría
más cuando estaba en presencia del hombre al que amaba, pero Colin tenía
algo que le permitía a uno sentirse cómodo. Tal vez, había pensado ella en
más de una ocasión, una parte del motivo para amarlo era que él la hacía
sentirse cómoda consigo misma.
—Dice Eloise que lo has pasado espléndidamente en Chipre —le dijo.
Él sonrió de oreja a oreja.
—Al fin no pude resistirme a visitar el lugar donde nació Afrodita.
Penelope se sorprendió sonriendo también. El buen humor de él era
contagioso, aun cuando lo último que deseara hacer ella fuera tomar parte en
una conversación sobre la diosa del amor.
—¿Es tan soleado como dice todo el mundo? No, olvida la pregunta. Por
tu cara ya veo que sí.
—Adquirí un buen tono de bronceado —dijo él, asintiendo—. Mi madre
casí se desmayó cuando me vio.
—De placer, no me cabe duda —dijo ella enérgicamente—. Te echa
terriblemente de menos cuando no estás.
Él se le acercó más.
—Vamos, Penelope, no iras a comenzar a regañarme ¿eh? Entre mi
madre, Anthony, Eloise y Daphne, me van a hacer morir de sentimiento de
culpa.
—¿Benedict no? —no pudo evitar bromear ella.
Él la miró con una sonrisa algo satisfecha.
—Está fuera de la ciudad.
—Ah, bueno, eso explica su silencio.
La expresión de él con los ojos entrecerrados armonizaba a la perfección
con sus brazos cruzados.
—Siempre has sido una descarada, ¿lo sabías?
—Lo oculto bien —repuso ella modestamente.
—Es fácil comprender por qué eres tan buena amiga de mi hermana —
dijo él, irónico.
—¿He de suponer que eso lo dices como un cumplido?