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—Hay quienes podrían decir —replicó, alzando la barbilla con un cierto
aire gazmoño—, que también tú deberías estar casado ya.
—Vamos, por fa…
—Tienes treinta y tres años, como acabas de informarme con tanto
orgullo.
Él la miró con una expresión ligeramente divertida, pero con un matiz de
irritación que le dijo que no seguiría manteniéndola mucho rato.
—Penelope, no int…
—¡Anciano! —gorjeó ella.
Él soltó una maldición en voz baja, y eso la sorprendió, porque no
recordaba haberlo oído nunca hacerlo en presencia de una dama. Tal vez
debería hacer caso de ese aviso, pero estaba demasiado irritada. Tal vez era
cierto el viejo dicho: el valor engendra más valor.
O tal vez sencillamente era más cierto que la temeridad alienta más
temeridad, porque lo miró sarcástica y dijo:
—¿No estaban ya casados tus dos hermanos mayores a los treinta?
Ante su sorpresa, Colin se limitó a sonreír, se cruzó de brazos y apoyó un
hombro en el árbol bajo el cual estaban.
—Mis hermanos y yo somos hombres muy distintos.
Ésa era una afirmación muy reveladora, comprendió ella, porque muchos
miembros de la alta sociedad, entre ellos la legendaria lady Whistledown,
daban mucha importancia al enorme parecido entre los hermanos Bridgerton.
Algunos llegaban incluso a decir que eran intercambiables. A ella nunca se le
había ocurrido pensar que eso les molestara; en realidad, suponía que se
sentían halagados por la comparación puesto que se querían tanto. Pero era
posible que estuviera equivocada.
O tal vez nunca los había observado muy detenidamente.
Lo cual era bastante raro porque se sentía como si hubiera pasado media
vida observando a Colin Bridgerton.
Pero una cosa que sí sabía, y que debería haber recordado, era que si
Colin tenía mal genio, nunca había hecho nada ante ella que le permitiera
verlo. Sí que había sido presumida al pensar que su pulla sobre el matrimonio
de sus hermanos lo iba a sacar de quicio.
No, su táctica de ataque era una sonrisa perezosa, una broma bien
oportuna. Si Colin alguna vez tenía un pronto de genio…
Movió ligeramente la cabeza, incapaz de imaginárselo siquiera. Colin no
se descontrolaría jamás, al menos no delante de ella. Tendría que estar
verdaderamente, no, intensamente, furioso, para descontrolarse. Y ese tipo de
furia sólo la puede provocar alguien a quien uno quiere intensamente.
Ella le caía bastante bien, tal vez más que muchas otras personas, pero
no la «quería». No de esa manera.
—Tal vez deberíamos ponernos de acuerdo en el desacuerdo —dijo al fin.
—¿En qué?
—Eh… —no lograba recordarlo—. Eh… ¿en lo que puede o no hacer una
solterona?
—Tal vez eso me obligaría a someterme en cierto modo al juicio de mi
hermana menor, lo cual me resultaría muy difícil, como sin duda te puedes
imaginar.
—Pero ¿no te importa someterte a mi juicio?
Él la miró con una sonrisa perezosa y pícara.

COLIN Y PENELOPE Donde viven las historias. Descúbrelo ahora