punta del pie con el bastón-. Apuesto a que la mitad del salón tiene la misma
idea pero nadie más ha tenido el valor de decírmelo.
-En realidad yo tampoco -confesó Penelope, y emitió un ligero sonido
al sentir enterrarse el codo de Colin en las costillas.
-Evidentemente lo tiene -dijo lady Danbury con una extraña luz en sus
ojos.
Penelope no supo qué decir. Miró a Colin, que le estaba sonriendo
alentador, y luego volvió a mirar a lady Danbury, que la estaba mirando con
una expresión... casi maternal.
Y eso tenía que ser lo más raro de todo, porque Penelope dudaba que
lady Danbury hubiera mirado con expresión maternal a sus hijos.
-¿No es fantástico descubrir que no somos exactamente lo que
creíamos ser? -le dijo la anciana acercándosele tanto que sólo ella la oyó.
Y acto seguido la anciana se alejó, y Penelope se quedó pensando si tal
vez no sería exactamente lo que creía que era.
Tal vez, sólo tal vez, era algo más, aunque sólo fuera un poquitín más.
El día siguiente era lunes, lo cual significaba que a Penelope le tocaba
tomar el té con las damas Bridgerton en la casa Número Cinco. No recordaba
exactamente cuándo comenzó esa costumbre, pero ya eran casi diez años, y si
no se presentaba por la tarde del lunes creía que lady Bridgerton enviaría a
alguien a buscarla.
Le gustaba bastante esa costumbre Bridgerton de tomar té con galletas
por la tarde. No era un rito muy extendido; en realidad, no conocía a ninguna
otra familia que lo hiciera una costumbre diaria. Pero lady Bridgerton insistía en
que sencillamente no aguantaba tantas horas desde el almuerzo a la cena,
sobretodo cuando seguían los horarios de la ciudad y se cenaba tan tarde por
la noche. Por lo tanto, todas las tardes a las cuatro se reunía con sus hijas y
algún hijo (y muchas veces una o dos amigas) en el salón informal de arriba a
comer algo.
Aunque el día estaba bastante cálido, caía una finísima llovizna, así que
llevó con ella su quitasol negro para la corta caminata hasta la casa Número
Cinco. Era una ruta que había hecho cientos de veces, pasaba por delante de
unas cuantas casas hasta la esquina de Mount con Davies Street, luego seguía
por el borde norte de Berkeley Square hasta llegar a Bruton Street. Pero ese
día estaba de un humor extraño, algo alegre y tal vez un poco infantil, así que
decidió tomar un atajo y atravesar esa parte de la plaza por el césped desde la
esquina, sin otro motivo aparte del gusto de sentir el sonido de chapoteo que
hacían sus botas sobre la hierba húmeda.
Todo era culpa de lady Danbury, pensó. Tenía que serlo. Se sentía
francamente atolondrada desde su encuentro con ella la noche pasada.
-No... lo que... yo... creía... que era -entonó en voz baja, diciendo una
palabra cada vez que las suelas de las botas se hundían en la hierba-. Algo...
más. Algo... más.
Llegó a un trecho particularmente mojado y empezó a avanzar como una
patinadora por la hierba, cantando (muy suavecito, por supuesto; no era que
había cambiado tanto desde la noche anterior para desear que alguien la oyera
cantar en público) «Algooo... máaaas», y deslizándose.
Y esto lo hizo, lógicamente (ya tenía bastante bien establecido, en su