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Pero si bien no le agradaría nada estar en su piel, sin saber nunca si un ser
querido estaba vivo o muerto, esperando constantemente que el mensajero
golpeara la puerta, eso no bastaba para hacerlo mantener sus pies firmemente
plantados en Inglaterra.
De vez en cuando sencillamente tenía que alejarse. No había otra manera
de explicarlo.
Alejarse de los miembros de la aristocracia, que lo consideraban un
pícaro encantador y nada más, alejarse de Inglaterra, que alentaba a los hijos
menores a entrar en el ejército o en el clero, opciones que no se avenían en
nada con su temperamento. Incluso alejarse de sus familiares, que aun cuando
lo amaban incondicionalmente no tenían la menor idea de que lo que de verdad
deseaba, en lo más profundo de su ser, era hacer algo.
Anthony poseía el vizcondado, con la miríada de responsabilidades
anejas; llevaba las propiedades, administraba la economía familiar, se ocupaba
del bienestar de los incontables aparceros y criados. Benedicto, su hermano
cuatro años mayor que él, ya gozaba de fama como pintor; había empezado
con papel y lápiz, pero a instancias de su mujer pasó a pintar al óleo, y uno de
sus paisajes ya colgaba en la National Gallery.
Anthony seria siempre recordado en el árbol familiar como e séptimo
vizconde Bridgerton. Benedict viviría a través de sus cuadros hasta mucho
después que abandonara esta Tierra.
Pero él no tenía nada. Administraba la pequeña propiedad cedida por su
familia y asistía a fiestas. Jamás se le ocurriría ni soñar con declarar que no se
divertía, pero a veces deseaba algo más que diversión.
Deseaba una finalidad.
Deseaba dejar un legado.
Deseaba, si no saberlo por lo menos esperar que cuando hubiera muerto,
se lo recordaría de alguna manera distinta a como aparecía en los Ecos de
Sociedad de Lady Whistledown.
Exhaló un suspiro. No era de extrañar que se pasara tanto tiempo
viajando.
—¿Colin? —dijo su hermano.
Se giró a mirarlo, pestañeando. Estaba bastante seguro de que le había
hecho una pregunta, pero en algún momento mientras dejaba vagar la mente,
se le olvidó qué.
—Ah, sí. —Se aclaró la garganta—. Me quedaré hasta que termine la
temporada, por lo menos.
Anthony no dijo nada, pero habría sido difícil no ver su expresión de
satisfacción.
—Si no otra cosa —añadió Colin, fijándose su legendaria sonrisa sesgada
en la cara—, alguien tiene que mimar a tus hijos. No creo que charlote tenga
suficientes muñecas.
—Sólo cincuenta —convino Anthony, con la voz sin expresión—. La pobre
cría está horrorosamente descuidada.
—Su cumpleaños es a finales de mes, ¿verdad? Creo que tendré que
descuidarla un poco más.
—Y hablando de cumpleaños —dijo Anthony, instalándose detrás de su
escritorio en el enorme sillón—. De este domingo al otro es el de madre.
—¿Por qué crees que me di prisa en volver?
Anthony arqueó una ceja, y Colin tuvo la clara impresión de que estaba

COLIN Y PENELOPE Donde viven las historias. Descúbrelo ahora