—Anthony Bridgerton se casó con esa niña Kate Sheffield, y eso que era
aún menos popular que tú.
Eso no era del todo cierto, pensó Penelope, pues en su opinión las dos
habían estado en un peldaño igualmente bajo de la escala social. Pero no tenía
mucho sentido decirle eso a su madre, que tal vez creía haberle hecho un
elogio a su tercera hija al decirle que no había sido la menos popular durante
esa temporada. Notó que se le tensaban los labios; los «elogios» de su madre
tenían la costumbre de aterrizar como aguijones de avispa.
—No pienses que ha sido mi intención criticar —dijo Portia, de repente
toda consideración—: La verdad es que me alegra que te hayas quedado
soltera. A no ser por mis hijas, estoy sola en este mundo, y es agradable saber
que una de vosotras podrá cuidar de mí en mi vejez.
Penelope tuvo una visión del futuro, el futuro que acababa de describir su
madre, y sintió un repentino deseo de salir corriendo y casarse con el
deshollinador. Hacía ya tiempo que se había resignado a una vida de soltería
eterna, pero siempre se las arreglaba para imaginarse sola en una encantadora
casita de serie en un barrio residencial tranquilo. O tal vez en una casita junto
al mar.
Pero ese último tiempo Portia solía condimentar sus conversaciones con
referencias a su vejez y a la suerte que tenía porque tendría a su hija para
cuidar de ella. Qué más daba que tanto Prudence como Philippa se hubieran
casado con hombres muy adinerados y poseían sus buenos fondos para
ocuparse de dar todas las comodidades a su madre. O que su madre fuera
moderadamente rica; cuando su familia le estableció su dote, le reservaron la
cuarta parte de ese dinero para su cuenta personal.
No, cuando Portia hablaba de «ser cuidada» no se refería a dinero; lo que
deseaba era una esclava.
Exhaló un suspiro. Era demasiado dura para juzgar a su madre, aunque
sólo fuera en sus pensamientos; y eso lo hacía con muchísima frecuencia. Su
madre la quería. Sabía que su madre la quería. Y ella quería a su madre.
Sólo ocurría que a veces no le caía nada bien su madre.
Era de esperar que eso no la hiciera una mala persona. Pero
francamente, su madre era capaz de poner a prueba la paciencia de la más
amable y bondadosa de sus hijas y, como su tercera hija era la primera en
reconocer, sabía ser su poquitín sarcástica a veces.
—¿Por qué no crees que Colin se casaría con Felicity? —le preguntó
Portia.
Penelope levantó la vista, sorprendida; pensaba que ya habían acabado
con ese tema; debería haberlo sabido, su madre no era otra cosa que tenaz.
—Bueno —dijo, haciendo una pausa para pensar—, es doce años menor
que él.
—Pfff —musitó Portia haciendo un gesto con la mano para descartar
eso—. Eso no es nada, y lo sabe.
Penelope frunció el ceño y a continuación lanzó un gritito, al enterrarse
casualmente la aguja en el dedo.
—Además —continuó Portia alegremente—, tiene —repasó la hoja
Whistledown en busca de la edad exacta— ¡treinta y tres años! ¿Cómo
pretende evitar una diferencia de doce años entre él y su esposa? Supongo
que no esperarás que se case con alguien de «tu» edad.
Penelope se chupó el dedo herido aun sabiendo que era horrorosamente
grosero hacerlo. Pero necesitaba meterse algo en la boca para no decir algo
horrible y horriblemente malévolo.
Todo lo que decía su madre era cierto. En muchas bodas de la
aristocracia, tal vez incluso en su mayoría, los hombres eran doce y más años
mayores que sus novias. Pero no sabía por qué encontraba que la diferencia
de edad entre Colin y Felicity era mayor aún, tal vez porque… no logró evitar
una expresión de repugnancia:
—Es como una hermana para él. Una hermanita menor.
—Francamente, Penelope. A mí no me…
—Es casi incestuoso —masculló Penelope.
—¿Qué has dicho?
—Nada —repuso, volviendo a coger su labor.
—Estoy segura de que dijiste algo.
—Me aclaré la garganta —explicó Penelope, negando con la cabeza—.
Tal vez oíste…
—Te oí decir algo. ¡Estoy segura!
Penelope gimió. Su vida se extendía larga y tediosa ante ella.
—Madre —dijo, con la paciencia de, si no de una santa, al menos de una
monja muy devota—. Felicity está prácticamente comprometida con el señor
Albansdale.
Portia empezó a frotarse las manos.
—No se comprometerá con él si logra pescar a Colin Bridgerton.
—Felicity preferiría morirse antes que ir detrás a Colin.
—Noo, desde luego que no. Es una niña inteligente. Cualquiera puede ver
que Colin Bridgerton es mejor partido.
—¡Pero Felicity ama al señor Albansdale!
Portia se desinfló, desanimada, en su mullido sillón.
—Y el señor Albansdale posee una fortuna perfectamente respetable.
Portia se dio unos golpecitos en la mejilla con el índice.
—Cierto. No tan respetable como una tajada Bridgerton —añadió en tono
agudo—, pero nada despreciable, supongo.
Penelope vio que era el momento de dejarlo estar, pero no pudo evitar
que se le abriera la boca una última vez:
—De verdad, madre, es una pareja maravillosa para Felicity. Deberíamos
estar encantadas por ella.
—Lo sé, lo sé —gruñó Portia—, lo que pasa es que he deseado tanto que
una de mis hijas se case con un Bridgerton. ¡Qué éxito! Sería la comidilla de
Londres durante semanas. Años, tal vez.
Penelope enterró la aguja en el cojín que tenía al lado. Era una manera
idiota de descargar la rabia, pero la única alternativa a ponerse de pie de un
salto y gritar a voz en cuello «¡¿Y yo?!». Al parecer Portia creía que una vez
que se casara Felicity, acabaría para siempre toda esperanza de una unión con
un Bridgerton. Pero ella seguía soltera, ¿no contaba nada eso?
¿Era demasiado desear que su madre sintiera por ella el mismo orgullo
que sentía por sus otras tres hijas? Sabía que Colin no la elegiría por esposa,
pero ¿no debería una madre ser por lo menos un poquito ciega a los defectos
de sus hijas? Era evidente que ni Prudence ni Philippa ni Felicity habían tenido
jamás una oportunidad con un Bridgerton. ¿Por qué su madre parecía pensar
que sus encantos superaban tanto a los de ella?
Muy bien, tenía que reconocer que Felicity gozaba de una popularidad