—En realidad soy excelente para mentir. Pero para lo que de veras soy
bueno es para parecer avergonzado y adorable cuando me pillan.
¿Y qué podía contestar ella a eso?, pensó Penelope. Porque seguro que
no había nadie más adorablemente avergonzado (¿o vergonzosamente
adorable?) que Colin Bridgerton con las manos cogidas a la espalda, sus ojos
recorriendo el cielo raso y sus labios en un morro como si estuviera silbando
inocentemente.
—¿Nunca te castigaban cuando eras niño? —le preguntó, cambiando
bruscamente de tema.
Al instante Colin se enderezó, atento.
—Perdona, no te oí.
—¿Te castigaron alguna vez cuando eras niño? —repitió ella—. ¿Te
castigan alguna vez ahora?
Colin se limitó a mirarla, pensando si ella tendría una remota idea de lo
que preguntaba. Probablemente no.
—Eeh… esto… —dijo, más que nada porque no sabía qué otra cosa
decir.
—Ya me parecía que no —dijo ella, soltando un suspiro vagamente
condescendiente.
Si él fuera un hombre menos indulgente, pensó él, y si ella fuera otra
persona cualquiera, no Penelope Featherington, la cual, estaba seguro, no
tenía ni un solo hueso maligno en su cuerpo, podría sentirse ofendido. Pero él
era un tipo muy acomodadizo, y esa era Penelope Featherington, una muy leal
amiga de su hermana desde sólo Dios sabía cuántos años, así que en lugar de
adoptar una expresión dura y cínica (expresión que jamás le había resultado
bien, de acuerdo), simplemente sonrió y musitó:
—¿Y qué querías probar con eso?
—No pienses que ha sido mi intención criticar a tus padres —dijo ella, con
una expresión inocente y guasona al mismo tiempo—. Ni soñaría con insinuar
que te han malcriado de alguna manera.
Él asintió afablemente.
—Lo que pasa es que —se acercó más a él, como para comunicarle un
importante secreto—, yo creo que podrías salir impune de un asesinato si
quisieras.
Él tosió, no para aclararse la garganta ni porque se sintiera mal, sino
porque se sentía condenadamente sorprendido. Penelope era una joven muy
divertida. No, divertida no era la palabra adecuada. Sorprendente. Sí, esa
palabra parecía resumirla. Muy pocas personas la conocían de verdad; jamás
se había creado la fama de ser una brillante conversadora. Estaba bastante
seguro de que toda su vida se las había arreglado para pasar por esas fiestas
de tres horas sin aventurarse jamás a decir palabras de más de una sílaba.
Pero cuando estaba en compañía de personas con las que se sentía
cómoda, y se daba cuenta de que él podría tener el privilegio de contarse entre
esas personas, ella hacía gala de un humor agudo, una sonrisa guasona,
pícara, y de todas las pruebas que indicaban que poseía una mente muy, muy
inteligente.
No le sorprendía que nunca hubiera atraído a ningún pretendiente serio;
no era una beldad bajo ningún criterio, aunque mirándola más detenidamente
era más atractiva de lo que él recordaba. Sus cabellos castaños tenían visos
cobrizos, bellamente destacados por la parpadeante luz de las velas de las