carente de una cierta justicia puesto que no iba a salir nada de eso.
¿Para qué desperdiciar sueños románticos en un amor que jamás sería
correspondido? Mucho mejor reservar las presentaciones en un páramo barrido
por el viento a personas que realmente pudieran tener un futuro juntas.
Y si había algo que Penelope ya sabía entonces, a los dieciséis años
menos dos días, era que en su futuro no figuraba Colin Bridgerton en el papel
de marido.
Sencillamente no era el tipo de jovencita que atraería a un hombre como
él, y temía que nunca lo sería.
El 10 de abril de 1813, exactamente dos días después de cumplir los
diecisiete años, Penelope Featherington hizo su presentación en la sociedad
londinense. No quería hacerlo; le suplicó a su madre que la dejara esperar un
año. Pesaba como mínimo una arroba más de lo que debía, y su cara todavía
tenía la horrorosa tendencia a llenarse de granos cuando estaba nerviosa, lo
que significaba que siempre le aparecía uno, puesto que nada en el mundo la
ponía más nerviosa que un baile en Londres.
Intentó convencerse de que la belleza estaba sólo un pelín bajo la piel,
pero eso no le ofrecía ninguna disculpa cuando se reprendía por no saber
jamás qué decir a las personas. No había nada más deprimente que una niña
fea sin personalidad. Una niña fea sin…, ah, bueno, tenía que darse algún
mérito, vale, una niña fea con muy poca personalidad.
En el fondo sabía quién era, y esa persona era inteligente, amable y
muchas veces incluso ingeniosa, divertida, pero no sabía cómo su personalidad
siempre se le quedaba perdida más o menos entre su corazón y su boca, y se
sorprendía diciendo algo erróneo o, con más frecuencia, nada en absoluto.
Para empeorar las cosas, su madre se negaba a permitirle que eligiera su
ropa, y cuando no vestía del color blanco obligado que llevaban la mayoría de
las jovencitas (y que de ninguna manera sentaba a su tez), se veía obligada a
vestir de amarillo, rojo y naranja, colores que la hacían verse totalmente un
desastre. La única vez que sugirió el color verde, la señora Featherington se
plantó las manos en sus más que anchas caderas y declaró que el color verde
era demasiado triste.
El amarillo, en cambio, declaró la señora Featherington, era un color
«feliz», y una jovencita «feliz» cazaría un marido.
En ese momento y lugar, Penelope decidió que era mejor no intentar
comprender el funcionamiento de la mente de su madre.
Y así fue como siempre iba vestida de amarillo con naranja y de tanto en
tanto de rojo, aun cuando esos colores la hacían verse decididamente «infeliz»
e iban atrozmente mal con sus ojos castaños y su pelo castaño con visos
cobrizos. Pero no podía hacer nada al respecto, por lo tanto decidió soportarlo
con una sonrisa, y si no lograba sonreír, por lo menos no echarse a llorar en
público.
Y eso, llorar, se enorgullecía de poder decirlo, no lo hacia jamás.
Y por si eso fuera poco, 1813 fue el año en que la misteriosa (y ficticia)
lady Whistledown comenzó a publicar su hoja Ecos de Sociedad, que aparecía
tres veces por semana. Esta hoja de cotilleo se convirtió en sensación
instantánea. Nadie sabía quién era lady Whistledown, pero al parecer todos
tenían sus teorías. Durante semanas, no, en realidad, meses, nadie hablaba de