03 | Broken pieces

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03 | Piezas rotas

Miko y Diane no eran la misma persona. Ni en el nombre, menos en otro detalle semejante.

De hecho, su vida como Miko ya era un recuerdo que la mayoría del tiempo, parecía difuso. Como ver hacia una niebla producto de pesadillas.

Una infancia relativamente normal. Madre dulce, padre cariñoso pero distante, un hermano mayor al que adoraba con su vida, una mascota y algún familiar al que visitaban de vez en cuando: nada demasiado fuera de serie.

Continuó en esa vida durante algunos años hasta que de pronto, su mundo se desdibujó. Su mundo sufrió una serie de cambios importantes y desde entonces, el infierno pareció entrar en casa: toda su familia se fue fragmentando por razones que durante toda su adolescencia no comprendía. La figura de su padre se volvió la de un dictador que buscaba perfección, su madre y hermano simple dúo de sumisos cobardes bajo dicho yugo. Ella misma una sombra que aparentaba ser feliz en ese mundo, cuando por dentro gritaba pidiendo auxilio a cualquiera.

Antes de cumplir veinte, habían pasado muchas cosas. Cosas que le frustraba recordar, que no deseaba revivir nunca.

Un día, simplemente ya no lo soportó.

Hizo maletas, discutió y discutió hasta que pudo irse a casa de una tía: terminó sus estudios en la universidad, aunque no ejercía. Se volvió a mudar sólo un par de años después, anhelando libertad y desde entonces, cambió de pieles como quien cambia de ropa. Como un ave que levanta vuelo después de mucho esfuerzo.

Diane había nacido en el momento donde más necesitaba empezar de cero. Cuando el carácter fuerte se volvió una exigencia propia para vivir en una ciudad donde todo era nuevo y desconocido, donde todos podían ser el enemigo: de modo que ésta «Diane» había sido construida juntando las piezas rotas de su antiguo yo. Reuniendo pedazo sobre pedazo hasta que la figura tuvo sentido.

Así debía seguir.

Milagrosamente su bolsa estaba en ese coche y antes de bajar, decidió ponerse las lentillas. Era un color diferente a sus iris reales, vale, pero por lo menos hacía más difícil ser reconocida. Y así su color de cabello parecía más realista.

—No creo que haya mucha gente dentro, pero si te incomoda, podemos ocupar una de las mesas con parasol que hay afuera.—el tez celeste sonó, por un momento, condescendiente—. No tienes que esconderte todo el tiempo.

—Déjalo así. Es la costumbre.

Aunque Daishinkan se le quedó mirando otra vez, durante un instante antes de atreverse a bajar.

—Me gusta más tu color de ojos natural.

Se sintió tan incómoda que decidió seguirlo sin esperarse demasiado: tal vez era por simple falta de costumbre, o porque cualquier palabra bonita viniendo de alguien que la conocía más allá, era tan pesada como cien rocas. El caso era que, no se ponía nerviosa con facilidad y... ahí estaba.

Forzó a su cabeza para dejar de pensar tonterías.

El lugar parecía medianamente vacío. Máximo un puñado de personas en unos sillones conjuntos a la barra y si acaso, un par de viejos tomando café mientras charlaban con la mesera encargada del turno matutino: un par de abanicos funcionaban muy a duras penas y con el calor del desierto en puerta, no resultaba exactamente cómodo estar ahí. Pero siempre mucho mejor que comer afuera y arriesgarse a llenar su plato de arena flotante, o peor, con el potente olor a gasolina.

Tomó asiento junto a una ventana cristalina.

¿En serio estaba haciendo una locura tan grande como esa? Sí, lo estaba.

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