04 | Bad travelers

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04 | Malos viajeros

Patética.

Cuando pensaba en su situación, se llamaba de esa manera mentalmente. Mucho más patética de lo que nunca había sido nadie.

Había puesto miles de kilómetros entre su vida y su pasado por una simple razón. Y ahora, estaba siendo obligada a retroceder todo lo que en esos años avanzó, todo lo que trabajó para dejar atrás el miedo que alguna vez tuvo a sus fantasmas.

Sonaba como la teoría del caos.

De nunca haber tomado la apuesta en aquel bar, no le habría bailado encima. Así Daishinkan no la habría reconocido y no estarían de camino a una misión de lo más suicida, ni tampoco tendría que preocuparse por regresar. Probablemente estaría en su casa, a medio vestir con sus calcetines de tela polar, comiendo palomitas mientras miraba un poco de televisión por un rato. Minutos antes de arreglarse para su turno nocturno en el bar.

En lugar de eso, estaba pasando su sábado en la carretera por el desierto de Mojave.

Atrapada en el coche de un idiota que tenía los ideales y las ganas de volverse un James Bond americano. O peor, un Ethan Hunt con su misión imposible, así de complicado.

Llevaba rato mirando por la ventanilla como si la vista pudiera calmarla y es que, a excepción del paisaje árido desértico, no había visto nada más que tres o cuatro cosas. Paradas turísticas en el camino, unas cuantas estatuas de las célebres y por último, un letrero al llegar hacia la carretera estatal que decía lo peor para ella.

«Usted está entrando al estado de Nevada».

Ya no había vuelta atrás. Al menos no una fácil.

Fue algo demasiado raro pasar por el control de ingreso. Fue todavía más raro que no protestó al ver que Daishinkan hablaba con el vigilante de la zona y se limitó a existir ahí, suspirando cuando después de pagar cierta tarifa, continuaron con su camino como tantos otros automóviles.

Les había tomado cuatro horas salir de California y ahora, casi a las tres de la tarde, no sabía decir con exactitud en dónde se hallaban. Sólo que era una ruta tan desértica como el resto del estado.

Podía decirse que deseaba abrir la puerta de su lado y saltar, aunque eso fuera mortal.

—Hace rato que dejé de sentir la pierna izquierda y creo que la derecha va para el mismo rumbo en cosa de minutos.—protestó, entumecida antes de mirarlo—. ¿En verdad hiciste todo éste camino en coche para venir? ¿No te fastidió?

—Tomé un vuelo directo.—respondió, sin quitar la vista del parabrisas—. Pero cierto pajarito me dijo que le tienes miedo a las alturas, entonces... ir a un aeropuerto no es lo mejor si estoy contigo.

No supo por cuál de las cosas asombrarse más.

Guardó silencio unos instantes antes de lanzar la pregunta que deseaba desde hace rato. Mirando hacia la guantera con dudas, pues sabía que eso estaba puesto ahí.

—¿Por qué llevas un arma contigo?

—Tengo un permiso especial para eso.—añadió e intentó no sonar tan desesperado—. No quisiera que me tomen desprevenido, por si alguien desea arrancarme la cabeza de su sitio. Creo que hasta tú lo entiendes, simple protección.

De hecho, sí, lo comprendía perfectamente. Pero no podía decirle que era porque también, alguna lejana vez, había estado en sus zapatos. Igual de acorralada, atemorizada. Amenazada.

En su lugar, se acurrucó contra la ventana. Sólo cerrando los ojos ante el reflejo del sol.

—No me creo que vayamos a recorrer el país en ésta cosa. Suena muy agotador.

InocenteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora