Desobediente

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Después de varios días de espera, finalmente recibí la carta en el buzón. El sobre, de un tono rojizo que capturaba la luz del atardecer, no era explícito, pero su color vibrante me hizo saber al instante que se trataba de la ansiada invitación. En elegante caligrafía y tinta negra profunda, se leía mi nombre precedido por un "Señorita".

Subí las escaleras a toda prisa, sintiéndome como una chiquilla de quince años. Al llegar a mi piso, me encerré con la premura de quien guarda un tesoro, me senté en el suelo, frente a la puerta, y la atranqué, aunque sabía bien que nadie vendría. Abrí el sobre con delicadeza, y descubrí una invitación formal, tan solemne como las de una boda o un funeral. En el papel se leía la fecha, el lugar y la vestimenta requerida. Al final, se especificaba el color deseado de la lencería.

Mi corazón latía con una intensidad desconocida. Llevé la invitación a mi pecho, inundada de felicidad e impaciencia. Faltaban solo dos días, pero la preparación para esa noche debía comenzar de inmediato. Mucho se había murmurado sobre esas invitaciones y, por fin, una de ellas era mía.

Al día siguiente, emprendí una jornada de compras. En la tienda de lencería más exclusiva que encontré, me miré en los espejos y recibí solo elogios de las vendedoras. Admiraban mi cuerpo, especialmente los músculos de mi espalda y los atributos que tanto atraían a los hombres. Me sugirieron conjuntos de lencería que realzaban mi figura de tal manera que apenas podía creer que era yo quien se reflejaba en el espejo.

Finalmente, me decidí por un set adornado con delicados elementos metálicos que recorrían mi espalda, mi abdomen, y de los ligueros descendían hasta las rodillas. Jamás habría imaginado comprar lencería naranja, pero si eso deseaba el amo, obedecería sin cuestionar.

Al salir de la tienda, una inquietud se instaló en mi mente: ¿qué sucedería si no asistía a la cita con el color de lencería solicitado por el amo? La duda sobre desobedecer me intrigó tanto que regresé a la tienda y compré un segundo set que también me había cautivado, del mismo diseño, pero en un vibrante verde limón fosforescente.

El día de la cita, me coloqué la lencería verde y, sobre ella, un vestido negro que ocultaba todo. Me arreglé las uñas, tanto de las manos como de los pies, y también las pestañas, sabiendo que al amo le gustaban largas. Finalmente, decidí rizarme el cabello.

A las siete de la noche en punto, el timbre sonó: era el chófer de la limusina que me llevaría hasta la residencia del amo. Sería una de las primeras en visitar su hogar. Habitualmente, las citas se celebraban en hoteles o casas alquiladas, pero esta vez, cansado de los desplazamientos, decidió abrir las puertas de su mansión. Así, me recibió en la entrada. Era todo lo que había imaginado: un hombre alto, de cuerpo esculpido, barba recortada, cabello cuidado y una postura que denotaba riqueza, acentuada por el majestuoso jardín que separaba la puerta de entrada de la casa.

—Buenas noches, Avril —dijo con voz ronca y varonil, extendiendo su mano para ayudarme a subir las escaleras.

Me condujo hasta el salón, donde una botella de vino francés y dos copas aguardaban sobre la mesa. Sirvió el vino al ritmo de un suave jazz que reconocí al instante: mi favorito.

Me senté con elegancia frente a él, que se acomodó en su sillón, cruzando las piernas mientras me observaba fijamente. Me estudiaba con la atención de quien ya había realizado una exhaustiva investigación. Así, inició una conversación sobre mis gustos, demostrando saber cuál era mi café preferido, cómo lo tomaba por la mañana e incluso a qué gimnasio asistía.

El tiempo pasó volando, casi una hora, y mis nervios comenzaron a disiparse, pero él los trajo de vuelta con una simple pregunta que esperaba oír:

—¿Nos dirigimos a la habitación?

Intenté mantener la compostura y aparentar seguridad. Dejé la copa sobre la mesa y me puse de pie. Asentí con la cabeza y él me indicó que lo siguiera. Lo tomé del brazo para que me guiara hasta una vasta habitación decorada con pinturas, esculturas y tantas obras de arte que era difícil recordar todas.

—Desnúdate —ordenó al cerrar la puerta.

Me voltee, continuando mi contemplación de la cama mientras deslizaba los tirantes del vestido. De pronto, con firmeza, me detuvo.

—No leíste la invitación; te pedí otro color.

—La leí —respondí tímida pero desafiante—, pero quise usar esta otra.

Me soltó el brazo y se dirigió hacia la puerta.

—En ese caso, te pido que te marches. No puedo trabajar con alguien que no sabe seguir las reglas.

—A mí me gusta romper las reglas —respondí, subiendo de nuevo los tirantes y caminando hacia la puerta—. Sé obedecer cuando es necesario —añadí, y antes de salir completamente, me tomó por el cuello con firmeza. Me giró y pegó sus labios a los míos con una pasión arrolladora.

—Ya veo cómo eres —dijo, dirigiéndose a un armario de donde extrajo una correa adornada con brillantes, que colocó alrededor de mi cuello.

Jaló la correa, haciéndome perder el equilibrio y obligándome a caer de rodillas.

—A ti te tengo un lugar especial.

Descender las escaleras con las manos y las rodillas era una tarea ardua, pero la emoción de ser guiada por el amo me llenaba de una sensación inédita, una mezcla de sumisión y exaltación que había imaginado tantas veces, pero nunca había experimentado. Me sentía como una auténtica perra, un deseo largamente reprimido que finalmente se materializaba.

El frío del mármol se filtraba hasta los huesos, pero ninguna incomodidad física me preparaba para lo que estaba por venir. Entramos en su estudio, una vasta habitación repleta de libros y estanterías que se alzaban majestuosas. Detrás del escritorio, una gruesa puerta de madera se abrió sin hacer ruido, revelando una estancia oscura decorada en tonos rojos y negros, donde colgaban diversos juguetes sexuales, correas de cuero y látigos, cada uno con un trenzado distinto, como instrumentos de una orquesta de placer y dolor.

—Quédate allí —ordenó, señalando una esquina de la habitación donde una alfombra roja cubría el suelo.

Tomó uno de los látigos y se dirigió hacia mí.

—Muéstrame la lencería que llevas.

Cuando me quité el vestido, el látigo cayó sobre mi piel con un chasquido. El dolor se mezcló con una extraña forma de placer, y entendí que esto era lo que había estado esperando. El segundo latigazo arrancó de mi garganta un grito de puro deleite.

—De rodillas.

Obedecí al instante. El amo se abrió el pantalón y acerqué mi rostro a su sexo, pero me detuvo con el pie. Tomó mis manos y las ató a mi espalda.

—Eres una puta desobediente —dijo—. Las putas desobedientes no pueden usar las manos.

Escucharle llamarme así me llenó de una sensación de felicidad desconocida. Enclaustrados en su cuarto de juegos, esa palabra resonaba en mí, infundiéndome una fortaleza y una sensualidad que jamás había sentido.

Una vez más, se colocó frente a mí. Esta vez, pude cumplir con mi deber, llevando su miembro a mi boca. La falta de mis manos complicaba la tarea, pero debía lograrlo. Él me asistía, colocando sus manos detrás de mi cabeza y sujetándome por los costados. Se introducía en mi garganta cada vez más profundo, hasta que decidió tomar el control completo. Con el látigo en la parte posterior de mi cuello, el amo me mantuvo en una sola posición, moviendo su cuerpo dentro y fuera de mi boca con un ritmo implacable. Sus gemidos se intensificaron y, de repente, una explosión de placer llenó mi garganta. No me dio tiempo de saborear; tragué todo el semen. Empujó su miembro aún más adentro, y así terminó todo.

Me tomó por las mejillas con dos dedos y dijo:

—Cuando aprendas a obedecer, podrás saborear.

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