Zorra por una noche

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El calor fue siempre mi peor enemigo y esa tarde era especialmente cálida. No tenía ni la más mínima gana de salir a comprar hielo, helados o lo que fuera. La sola idea de salir a comprar hielo o helados era inconcebible. Miré por la ventana y vi las calles abarrotadas de gente; me imaginé luchando por un respiro, el sudor pegándose a mi piel, y decidí que no valía la pena. Me eché en cama nuevamente con el aire acondicionado a fondo, pero no era suficiente. Desde mi celular, ordené varias cajas de paletas heladas, pidiendo que las dejaran en la puerta para evitar el incómodo encuentro con el repartidor. La verdad, prefería mantener la poca ropa que llevaba puesta. En la intimidad de mi hogar, podía permitirme lucir mi lencería más delicada y sentirme espléndida todo el día. Era un pequeño placer, una rebelión contra el calor abrumador.

Mientras esperaba el pedido, subí el volumen de la música y me dejé llevar. Bailé frente al espejo, cada movimiento una afirmación de mi belleza. Mis curvas se reflejaban en el cristal, y por un momento, el calor pasó a un segundo plano. Me sentía realmente hermosa.

Estaba en medio de un salto de felicidad cuando sonó el timbre. Me cubrí rápidamente con la bata que tenía cerca, bajé un poco el volumen y salí corriendo, olvidando que había pedido que el repartidor dejara las paletas afuera. Di unos pasos en el pasillo cuando la puerta se cerró de golpe, arrancándome casi por completo la bata.

¡Me encontraba casi desnuda en medio del pasillo! Intenté abrir la puerta repetidas veces, pero la cerradura no cedía. Golpeé con desesperación, esperando un milagro, pero nada ocurrió. Me dejé caer al suelo, cubriéndome con los restos de tela que me quedaban. El conserje tenía ese día libre, y yo no tenía a quién recurrir.

Pasaron varios minutos, tal vez incluso horas, y vi cómo el cielo comenzaba a oscurecer. Oí la puerta del elevador y luego unos pasos apresurados. Me asusté e intenté cubrirme lo mejor posible, aunque sabía que era inútil. La silueta que se acercaba tomó forma y reconocí al vecino guapo que alguna vez había cruzado en la entrada. Estaba sudado del gimnasio, su cuerpo musculoso se marcaba bajo la camiseta sin mangas.

—Ni te pregunto si necesitas ayuda. ¿Deseas pasar para que te preste algo? —dijo, con una sonrisa socarrona.

—No —contesté groseramente.

—¿Una llamada? —preguntó, extendiendo su teléfono.

—Ya te dije que no.

Mi defensa era ser ruda y grosera; no sabía cómo responder de otra manera. Él me miró unos segundos más, directamente a los ojos, y luego, en silencio, entró en su piso.

Me cubrí el rostro con las manos de vergüenza y arrepentimiento. Golpeé el suelo alfombrado, como si eso pudiera cambiar algo. Me puse de pie para llamar a su puerta, pero algo me detuvo y regresé a mi posición delante de mi puerta.

Después de más minutos de indecisión, finalmente me armé de valor y toqué a su puerta. Abrió, mostrando aún más músculos. Llevaba apenas una toalla alrededor de la cintura y mi mirada se dirigió instintivamente a sus abdominales. El brillo del agua de la ducha hacía que su cuerpo pareciera esculpido.

—Perdona por antes —titubeé—. Estaba asustada y frustrada. ¿Podrías prestarme tu teléfono?

Él rió suavemente, dándose cuenta de la situación, y me dejó pasar. Me prestó el celular y se retiró a su habitación, probablemente a vestirse. Llamé al primer cerrajero que apareció en internet y le pedí que viniera lo más rápido posible.

—En un par de horas estaré allí —dijo el cerrajero antes de colgar.

—Toma —anunció el vecino, regresando con una camisa suya—. Para que te cubras y no pases frío.

Le agradecí infinitamente y me acurruqué en el sillón, sin saber qué decir. Él se sentó a mi lado, con una sonrisa comprensiva.

—Discúlpame una vez más. Si te apetece, tengo paletas de helado, aunque deben estar algo derretidas.

Rió una vez más, y eso me permitió sonreír también. Fue a buscar las paletas y regresó con las menos derretidas. Comenzamos a charlar y pronto la conversación fluyó de manera natural. Era muy fácil hablar con él y, antes de darnos cuenta, habíamos pasado casi una hora riendo y hablando.

—No sé si tu cerrajero llegará a tiempo, pero puedes quedarte a dormir si lo necesitas —ofreció.

—Te lo agradezco, y tengo una idea —respondí, con una chispa de atrevimiento en mis ojos.

Me miró sorprendido, pero curioso. Le dije que fuera a su habitación en dos minutos, que yo iría primero. Me apresuré a la habitación y, sin pensarlo dos veces, dejé caer la camisa al suelo. La habitación estaba limpia y ordenada, lo que me dio la confianza para dejarme llevar por mis instintos.

Me puse a cuatro sobre la cama y él entró a los pocos segundos. Se acercó, y sin mediar palabra, le retiré el pantalón, llevándome su pene a la boca. Sentí cómo crecía lentamente entre mis mejillas, sobre mi lengua y profundamente en mi garganta. Cada vez se hacía más grande y grueso, llenándome por completo.

Con una mano acaricié su cuerpo, siguiendo el contorno de sus abdominales hasta llegar a sus bolas, que descansaban pesadamente en mi palma. Chupé con ganas, mientras él me tomaba del cabello con firmeza, obligándome a tomarlo aún más profundamente. Más de una vez tuve que alejarme para respirar, pero la intensidad del momento me mantenía volviendo por más.

De repente, me levantó por las axilas y me besó con pasión, usando más lengua que labios. Me tiró sobre la cama y susurré unas palabras.

—Soy tu zorra.

Eso le dio la confianza suficiente para darme la vuelta de un jalón, lanzándome sobre mi panza e insertarse en mí con vigor. Sentí su peso sobre mí, pero más intensamente, cómo entraba y salía con fuerza y precisión. Gemía en mi oído, y yo gritaba de placer cada vez que llegaba hasta el fondo. Cambiamos de posición y él continuó penetrándome con fuerza mientras yo tocaba su cuerpo, sintiendo cómo sus músculos se tensaban con cada movimiento.

Se detuvo por unos segundos y se tumbó sobre la cama. Sabía que no había terminado, así que bajé para chupar su pene de nuevo. Sabía a mí, y me encantaba ese sabor mezclado con el suyo. Esta vez, no dejé que escapara y los movimientos se hicieron desde el fondo de mi garganta. Él gemía con más fuerza, lo que me hacía gemir a mí también, a pesar de tener la boca ocupada.

—De cuatro —ordenó, y apenas me puse en posición, sentí su pene completamente dentro de mi ano. Grité de sorpresa, pero lo aprisioné con mis piernas antes de que pudiera retirarse.

—Sigue, sigue —le dije—. Así, qué rico.

No pude resistir más y llevé mis dedos al clítoris mientras él se complacía con mi trasero, sujetándolo con firmeza y separando mis nalgas para observar cómo se introducía en mí. Llegamos al clímax al mismo tiempo, nuestros gritos se unieron en una explosión de placer.

No recuerdo mucho más después de eso. Me despertaron unos golpes en mi puerta. Salí sin despertarlo, pero no sin antes darle un último vistazo, recordando la espontaneidad del encuentro. Estaba ansiosa por ver qué más podríamos hacer juntos.

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