Desobediente 2

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Durante varios días intenté ponerme en contacto con el amo. Me arrepentía de haber desobedecido, sentía que no había experimentado la experiencia por completo y en retrospectiva, todo había sido tan veloz que apenas lo recordaba. Deseaba regresar a la casa, estar con él. Había algo en su forma de decidir, en su manera de actuar con las esclavas, que me hacía desear más y más.

Un día, me atreví a ir hasta su casa. Recordé con dificultad el camino y, tras perderme por unas cuadras y más de una hora, llegué al lugar. Todas las luces estaban apagadas y esperé un rato hasta que entré en razón: ni siquiera conocía su nombre real, era parte de las reglas. No sabía nada de mí, ¿por qué se fijaría en mí?

Regresé a casa y, extrañamente, una ola de tristeza se apoderó de mí. No pude hacer nada en toda la noche. Me senté frente a la televisión y puse algo que no requería mi atención, pues mi mente estaba en otro lado.

Pasaron más días y logré recomponerme. Me distraje saliendo con amigos, terminando trabajos pendientes de la universidad y bailando como tanto me gustaba. Sin embargo, uno de esos días me topé con el amo en un café. Al igual que yo, él estaba solo y no me vio. Naturalmente, quise pasar desapercibida y me senté a sus espaldas, a unas cuantas mesas de distancia. Lo observé brevemente, pero no había nada interesante en su soledad. Trabajaba con calma y concentración en su computadora. De vez en cuando cambiaba a un documento de texto, lo que me hizo pensar que escribía un libro, y luego volvía a los formularios de inscripción que yo había llenado semanas atrás. Muchas chicas hermosas aparecían en la pantalla, pero él las pasaba como si ninguna de ellas retuviera su atención. Algunas, las más atrevidas, enviaban fotografías de cuerpo entero, seguramente para atraer la atención del amo.

Cuando cerró la computadora y se puso de pie, lo seguí por instinto. Sabía que no debía hacerlo, pero lo hice. Se subió a un coche negro que lo esperaba a unas cuadras y yo me subí al primer taxi, pidiéndole al conductor que lo siguiera. El conductor no se molestó, simplemente aceptó el trabajo como si fuera ya una costumbre.

Llegamos a la casa del amo. El auto negro se detuvo y yo descendí del taxi unos metros más atrás. Esperé unos prudentes minutos antes de acercarme con cuidado. La noche caía y las luces de la casa comenzaban a encenderse. Me acerqué a la rejilla y esperé lo último que esperaba oír.

—Así que te gusta romper todas las reglas.

Paseaba a su perro, un hermoso golden retriever, muy bien cuidado, con el pelaje tan suave que el viento lo movía con el más mínimo contacto. El amo aún llevaba parte del traje, solo se había quitado el blazer para estar más cómodo.

—Yo... yo no... —ninguna palabra salía de mi boca.

—Las reglas son claras. Solo puedes venir cuando yo lo digo.

Hizo una pausa y, viendo que su perro se me acercaba con gran alegría, añadió:

—Déjame darte algo para abrigarte. No puedes estar en la calle sin nada.

Abrió las rejas de su casa y me permitió ingresar. El perro entró como una bala y lo primero que hizo fue querer jugar conmigo, cosa que no pude resistir. El amo se dirigió directamente a su casa y no me pidió que lo siguiera. Ya había roto muchas reglas y no quería ser un intruso en su casa. Me mantuve ocupada con el perro durante unos minutos hasta que regresó con una chaqueta suya.

—Quiero disculparme —dije avergonzada—. La verdad es que no sé por qué lo hice. Fue un impulso.

—No te preocupes, si supieras cuántas veces me ha pasado. Las reglas son claras y por eso suelo tener las citas en hoteles.

—Lo sé y no se volverá a repetir... —guardé silencio después de esa última sílaba, esperando que dijera su nombre. Él claramente entendió la intención.

—Mira, cuando vi tu foto, supe que había algo distinto. Espero no haberme equivocado. Ven, pasa unos minutos.

De manera instintiva, el perro se marchó hacia su comida y yo entré una vez más a esa preciosa casa. Ya no estaba nerviosa y me permití observar con mayor detalle todas las obras de arte, el decorado, las enormes alfombras, y las flores llenas de colores. Era un espectáculo, cada rincón del lugar.

Nos dirigimos al salón donde él se sentó en el único sillón de una plaza y, con un gesto, me invitó a sentarme cerca de él. Me intrigó que hubiera empezado a hablar de sí mismo, pues parte de las reglas era evitar eso, evitar preguntas personales y buscar mayor información sobre él.

Estuvimos varias horas hablando y aprendí muchas cosas sobre su vida, como los años que había pasado en Europa estudiando y aprendiendo sobre su trabajo.

Se puso de pie, se acercó a mí y me besó los labios.

—Es hora de que partas, Diana —dijo sin soltar mi mirada de la suya.

Escuchar mi nombre en su voz me creó una sensación de cariño que no sabía posible en él. Sin embargo, esa simple réplica me proporcionó el mismo placer que había sentido la última vez que estuve junto a él.

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