Playa nudista

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Desde que me mudé a Francia, siempre tuve la curiosidad de visitar una playa nudista. Aquí, aprendí a apreciar la libertad del cuerpo, a explorar una sexualidad más refinada y a conocerme profundamente. Descubrí el amor por cada centímetro de mi piel y, sobre todo, por el cuerpo humano en su totalidad. Experimenté tanto con chicos como con chicas, y sería mentira decir que no pienso frecuentemente en esos encuentros con mujeres. Nunca nadie me había devorado como ellas, aunque debo admitir que algunos hombres sabían muy bien cómo hacerlo y me encantaba aprovechar cada ocasión para venirme repetidas veces. Hay algo especial en aquellos hombres que disfrutan genuinamente cuando una mujer alcanza el orgasmo.

En una conversación con mis colegas de trabajo, surgió el tema de las playas nudistas, y para mi sorpresa, todos habían ido al menos una vez en sus vidas. Los comentarios eran unánimemente positivos, y esa noche, impulsada por la idea, busqué pasajes de tren para la playa nudista más cercana. Aprovechando el verano y mi hermoso cuerpo, decidí que era el momento. Encontré el pasaje, las fechas perfectas; solo me faltaba la compañía ideal. Pregunté en el trabajo, pero nadie estaba disponible. Hablé con amigos fuera del trabajo y tampoco tuve suerte. Durante unos días me desanimé, pero después de leer un capítulo de una novela, me di cuenta de que solo yo podía decidir sobre mi vida, construir mi presente y mi futuro. Así que compré el pasaje para mí. Apenas hice clic en "Comprar", supe que había tomado la decisión correcta.

El día llegó, y mi maleta nunca se había sentido tan ligera. Claro, llevaba un bikini, en realidad, tres pares, pero esos son detalles. No podía faltar el bloqueador solar y, por supuesto, un buen libro. Me decidí por una colección de relatos eróticos de Pau García. Sí, los relatos eróticos siempre fueron mi placer culpable. Para el trayecto, llevé una novela de misterio, así estaría entretenida todo el tiempo. Sin embargo, el viaje pasó volando; apenas había leído dos capítulos cuando comencé a sentir la brisa marina. El hotel no estaba lejos de la estación, así que decidí dar un paseo por la playa antes de dejar la maleta y armarme de valor para enfrentar el nerviosismo que me invadía. La primera playa que crucé era común, familiar, como las que conocía, pero a pocos pasos me encontré rodeada de personas completamente desnudas. Hombres fornidos, otros no tanto, mujeres hermosas con cuerpos esculpidos y otras, como yo, con cuerpos atractivos a su manera. Nadie parecía tener vergüenza, y eso me encantaba.

Mientras caminaba distraída por el sonido de las olas, un balón me golpeó en la cabeza. Perdí el equilibrio torpemente y caí de costado, como si un fuerte viento me hubiera derribado en cámara lenta. No pude evitar reírme, y pocos segundos después, un hombre joven se acercó a ayudarme. Estaba riendo tanto que no me di cuenta de que él estaba completamente desnudo. Al extender mi mano para que me ayudara a levantarme, rocé su pene accidentalmente, y no pude evitar taparme la boca de vergüenza. Él también rió, y ambos nos disculpábamos sin realmente escuchar al otro.

—Disculpa —le dije—. No fue mi intención, de verdad lo siento.

—Bueno —dijo, cortando el teatro que habíamos montado—, nos hemos disculpado suficiente. No ha pasado nada. Aquí tienes tu maleta. Fue un placer conocerte.

Cuando se alejó, sentí una extraña sensación en mi interior, como si ese momento de vergüenza hubiera sido necesario para empezar bien mi viaje.

Llegué al hotel algo cansada, pero era todo tan hermoso que quise hacer un video y compartirlo en las redes. La habitación era enorme, con una vista al mar espectacular. Grabé el video y luego me dejé caer en la cama para leer un poco más. Sin embargo, el olor a mar y la brisa perfecta no me permitieron permanecer en esa posición, y finalmente me dirigí a la playa.

Todo el mundo se quitaba la ropa con tanta naturalidad que no les importaba ser observados. Como todo era tan nuevo para mí, más de una vez me sorprendí a mí misma mirando con curiosidad, y tuve que apartar la vista al darme cuenta de mi error. Primero intenté quitarme la parte superior, cubriéndome con las manos mientras deshacía el nudo de la espalda, pero no pude deshacerme de la parte delantera sin sentir una profunda vergüenza. Estuve así unos minutos hasta que finalmente me animé. ¡Qué libertad! Creo que fue la primera vez que sentí el aire en mis pechos, y me enamoré de la sensación.

Pasaron varios minutos y me sentí cómoda con mi decisión. Las personas no miraban; era como estar en el metro, cada uno en su mundo. Me recosté por unos momentos.

Estaba a punto de quedarme dormida cuando una voz grave llamó mi atención. Abrí los ojos, y, claro, era el hombre del balón. Esta vez pude ver sus facciones mejor y llevaba puesto un traje de baño. ¡Pero yo no! Me incorporé de golpe y me cubrí los pechos con las manos.

—¿Qué te pasa? —grité—. ¡No puedes aparecerte así!

—Ey, ey, ey. Solo venía a saludarte y a preguntar si estabas bien.

Su tono sincero me hizo entender que realmente solo venía a eso. Hablamos un rato hasta que decidió poner su toalla a mi lado. Se quitó el traje de baño, y solo después de hacerlo me preguntó si tenía algún problema con ello. Por supuesto, negué con la cabeza; no tenía ningún problema. Tomé la confianza suficiente para quitarme la parte superior del bikini y así hacerle compañía. Reímos y conversamos durante varias horas hasta que decidimos ir a comer.

—Vamos a mi hotel —propuse—. Vi el menú y parece delicioso, además podemos descansar después con vista al mar y unos cócteles.

Todo pasó muy rápido. Después del almuerzo, subimos a la habitación y comenzamos a besarnos de inmediato. Nos tumbamos en la cama, y como si aún estuviéramos en la playa, me quité el bikini.

—Juega con mis pezones —ordené, pero antes de que pudiera terminar de decirlo, él ya tenía sus manos y su boca en mis pechos. Jugaba con ellos con tanta seguridad, y yo me dejé llevar por el momento. Comencé a gemir sin contenerme, sabiendo que en el hotel nadie me conocía y no importaba si gritaba a todo pulmón.

Él me quitó la parte inferior y enterró su rostro en mi entrepierna. Movía la lengua de un lado al otro, en círculos, y yo solo podía agarrarle el cabello, pedirle más, suplicarle que fuera más rápido, más intenso. Gritaba y gemía sin cesar. Sabía exactamente lo que hacía, y yo no podía dejar de moverme, de entregarme a la excitación. Cuando creía que estaba a punto de estallar, introdujo sus dedos en mí. Grité con tanta fuerza que, sin duda, los demás huéspedes debieron oír todo.

—Es tu turno —le dije.

—No, este día es solo para ti. Ya llegará mi momento.

—Pero yo solo estoy aquí...

—Nos volveremos a ver, estoy seguro.

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