El sol se ocultaba tras las montañas cuando Ricardo regresó de la escuela, con la mochila pesada y el corazón aún más cargado. Apenas había pasado un mes desde la muerte de su padre, y la casa, grande y silenciosa, le parecía más desolada que nunca, incluso sabiendo de la presencia de la servidumbre. La ausencia de su padre, un hombre fuerte y autoritario, había dejado un vacío que ni siquiera el esplendor de la casa podía llenar. Al cruzar la puerta, fue recibido por su madrastra, Clara, quien lo esperaba en la sala, su expresión más fría y calculadora de lo habitual.
—Ricardo, ven aquí —dijo Clara, con voz autoritaria.
Ricardo, de doce años, se acercó lentamente, sintiendo un nudo en el estómago. Clara había sido siempre una mujer elegante y distante, pero desde la muerte de su padre, su actitud se había vuelto severa; había una razón para esto, se había casado en busca de fortuna, sin embargo, se topó con alguien que le humilló y maltrató de múltiples maneras. Ricardo la miró con una mezcla de miedo y confusión.
—A partir de hoy, habrá algunos cambios en esta casa —anunció Clara, sin rodeos—. Para empezar, he decidido imponerte una serie de restricciones. Serás castigado sin poder salir de la casa, sin televisión, sin videojuegos y sin acceso a tus amigos.
Ricardo la miró, atónito. No entendía el motivo de estos castigos. Su padre había sido estricto, pero justo, al menos con él. Esto parecía una crueldad sin sentido.
—¿Por qué? —se atrevió a preguntar, su voz temblorosa.
Clara lo miró con una frialdad que le heló la sangre.
—No tienes derecho a preguntar, solo a obedecer —respondió Clara con un tono que no admitía discusión—. Ahora sube a tu habitación y empieza a pensar en cómo puedes mejorar tu comportamiento.
Ricardo subió las escaleras con el corazón pesado, sintiendo que la opresión de la casa se cerraba sobre él. Se desplomó en su cama, luchando contra las lágrimas. La casa, que una vez había sido un refugio, se sentía ahora como una prisión. Los días pasaban lentamente, cada uno más difícil que el anterior. Clara se aseguraba de que las restricciones se cumplieran estrictamente, y cualquier intento de Ricardo de protestar o buscar consuelo era rápidamente reprimido.
Durante una semana, Ricardo soportó las restricciones impuestas por Clara. No podía salir, no tenía acceso a sus distracciones favoritas y se sentía cada vez más desesperado. Los días se mezclaban en un borrón de tareas monótonas y la constante vigilancia de Clara. Sus amigos de la escuela comenzaron a preguntarse por qué ya no salía a jugar, y las excusas que inventaba se volvían cada vez menos convincentes.
Un día, Clara lo llamó a su habitación. Ricardo entró, sintiéndose como un prisionero convocado por su carcelero. Clara estaba sentada en un sillón, con una expresión de satisfacción que Ricardo encontró perturbadora.
—Ricardo, he estado observándote —dijo, mientras él se paraba nervioso frente a ella—. He decidido darte una oportunidad para aliviar tus castigos.
Ricardo la miró con esperanza, ansioso por cualquier posibilidad de escapar de su miseria.
—¿Qué tengo que hacer? —preguntó, su voz apenas un susurro.
Clara sonrió, una sonrisa que no alcanzaba sus ojos.
—Para empezar, quiero que te perfores las orejas y uses estos aretes femeninos —dijo, mostrando un par de aretes brillantes—. Si lo haces, consideraré levantar algunas de tus restricciones.
Ricardo sintió un nudo en la garganta. La idea de perforarse las orejas le parecía humillante, una traición a la memoria de su padre. Inmediatamente se negó, no estaba dispuesto a ceder ante algo tan absurdo.
—Como desees —fue la respuesta que recibió de Clara—. Disfruta de esta casa, que de aquí no saldrás.
Ricardo siguió resistiendo las exigencias de su madrastra, pero todo tiene un límite; la promesa de alivio ante los castigos era tentadora. Sabía que cualquier muestra de resistencia solo le traería más sufrimiento.
—Lo haré —dijo finalmente, con la voz temblorosa.
—¿Harás qué? —preguntó su madrastra de forma burlona.
Ricardo estaba atónito, realmente ella quería verlo humillarse al ceder ante ella. Por un momento contempló dar marcha atrás, pero casi tres semanas de monotonía habían sido demasiado.
—Me... perforaré las orejas. Me pondré esos aretes —dijo señalando la caja que presentaba las joyas, la cual no se había movido del escritorio de Clara desde su propuesta
—¿En serio? ¿Para qué querría un chico usar unos aretes tan femeninos?
El estómago se le revolvió, en serio deseaba verlo destruido, aun así, su hartazgo ya era tanto que decidió ceder y decir aquello que, él pensó, su madrastra desearía oír.
—Creo... creo que se me verían lindos en mis orejas.
Clara asintió, complacida.
—Muy bien. Prepararé todo para esta tarde. Tienes razón, se te verán muy lindos.
Esa tarde, Clara llevó a Ricardo a una joyería donde, con la frialdad de un cirujano, el joyero perforó las orejas de Ricardo y colocó los aretes. El dolor físico fue mínimo comparado con la humillación que sentía. Cada mirada del joyero, cada comentario casual, parecía resaltar su vergüenza. Sentía las miradas curiosas y burlonas de los transeúntes, y su humillación crecía con cada paso.
—De acuerdo, podrás de salir de casa ya y ver a tus amigos, eso si ellos desean verte ahora —se burló de él Clara—. Eso sí, nada de televisión y videojuegos. Desvíate de mis instrucciones y lo lamentarás.
De regreso a casa, Clara le dio una lista de tareas que debía completar. Eran tareas domésticas, cosas que nunca había hecho. Al principio, Ricardo se sintió indignado, pero la promesa de levantar restricciones lo mantuvo en línea. Comenzó con la limpieza de los baños, seguido por separar la ropa y ayudar a la servidumbre a preparar la cena. Cada tarea era una lección en humildad y obediencia.
Esa noche, mientras limpiaba los platos, Ricardo se dio cuenta de que su vida estaba cambiando drásticamente. Las restricciones y tareas eran una constante humillación, pero había una parte de él que empezaba a aceptar que debía hacer lo necesario para sobrevivir. La imagen de su padre, siempre fuerte y decidido, le daba fuerzas para seguir adelante. Pero sabía que el camino que Clara le había trazado era uno de dolor y sumisión.
Clara lo observaba desde la puerta, una sonrisa satisfecha en sus labios. Sabía que había dado el primer paso para moldear a Ricardo según sus deseos. Y no había marcha atrás. Mientras Ricardo terminaba sus tareas, Clara planeaba los siguientes pasos. Sabía que, con el tiempo, Ricardo se adaptaría a su nueva realidad. Y ella estaría allí para asegurarse de que cada paso lo acercara más a la sumisión completa.
El primer día terminó con Ricardo exhausto, tanto física como emocionalmente. Subió a su habitación y se miró en el espejo, los aretes brillando en la penumbra. Cada reflejo de luz era un recordatorio de su nueva realidad, una que no había elegido pero que ahora debía enfrentar.
Se acostó en su cama, el peso de los aretes en sus orejas como un símbolo de su nueva vida. Cerró los ojos, tratando de imaginar un futuro diferente, uno en el que pudiera ser libre. Pero sabía que ese futuro estaba lejos, y que el camino hacia él sería largo y doloroso. Sin embargo, una pequeña chispa de esperanza permanecía en su corazón, una esperanza de que algún día encontraría la manera de liberarse de las cadenas invisibles que Clara había puesto sobre él.
Al día siguiente, Clara cumplió su promesa.Permitió que Ricardo saliera al jardín, un pequeño respiro de la opresióninterior. Sentir el sol en su piel y el viento en su rostro era una sensaciónque casi había olvidado. Aunque la libertad era limitada, era suficiente paradarle fuerzas para seguir adelante.
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Cambios Inesperados
General FictionEl padre de Ricardo ha muerto, dejándolo bajo la tutela de Clara. Ella había desposado a su padre en búsqueda de fortuna, encontrando en el proceso también humillaciones y maltrato, lo que le hizo desarrollar un profundo odio a los hombres. ¿Qué le...