Capítulo 3: La Imposición de los Tacones

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El sol apenas despuntaba cuando Ricardo se despertó, sus pensamientos aún nublados por los eventos de las últimas semanas. Sus uñas pintadas y sus orejas perforadas se habían convertido en recordatorios constantes de la autoridad de Clara. Cada día era una nueva prueba de su resistencia y obediencia. Sin embargo, hoy algo se sentía diferente. Una sensación de inquietud lo acompañaba mientras se vestía y bajaba a desayunar.

Clara lo esperaba en la cocina, como de costumbre. Sin embargo, esta vez, había un par de zapatos de tacón en la mesa. Ricardo sintió un escalofrío recorrer su espalda al verlos. Sabía que Clara tenía un nuevo desafío para él, y la sola visión de los tacones era suficiente para llenar su corazón de temor.

—Buenos días, Ricardo —dijo Clara, con una sonrisa que no alcanzaba sus ojos—. Hoy vamos a añadir algo nuevo a tu rutina.

Ricardo tragó saliva, intentando mantener la calma. Se sentó en la mesa, sin apartar la vista de los tacones.

—Quiero que empieces a usar estos tacones en todo momento —anunció Clara—. Te ayudarán a mantener una postura adecuada y a caminar con gracia. Es un paso importante en tu transformación.

Ricardo sintió que la ira y la frustración hervían dentro de él. Las restricciones y humillaciones de las últimas semanas habían sido casi insoportables, y la idea de tener que usar tacones era demasiado. Sin pensar, se levantó de la mesa y se dirigió hacia la puerta.

—No voy a hacerlo —dijo, su voz temblorosa pero decidida—. Ya es suficiente.

Clara se levantó, su expresión de sorpresa rápidamente sustituida por una fría determinación.

—Ricardo, vuelve aquí ahora mismo —ordenó.

Ricardo la ignoró y continuó caminando hacia la puerta, decidido a escapar de la opresión que lo rodeaba. Sin embargo, no había dado más de unos pocos pasos cuando sintió una mano firme en su brazo. Clara lo agarró y lo giró para que la enfrentara.

—Te he dado una orden, Ricardo —dijo Clara, su voz baja y peligrosa—. Y no aceptaré la desobediencia.

Ricardo se soltó de su agarre, su respiración acelerada por la mezcla de miedo y rabia.

—¡No puedo seguir haciendo esto! —gritó—. ¡No soy una chica, no quiero hacer todas estas cosas!

Clara lo miró con una calma inquietante, sus ojos fríos como el hielo.

—Parece que necesitas recordar tu lugar, Ricardo —dijo, y su voz era un susurro mortal—. Si insistes en rebelarte, habrá consecuencias.

Antes de que Ricardo pudiera reaccionar, Clara lo arrastró hacia el salón, donde lo obligó a sentarse en una silla. Rápidamente sacó una cuerda y ató sus muñecas a los brazos de la silla, inmovilizándolo.

—Esto es por tu propio bien —dijo Clara, mientras Ricardo luchaba inútilmente contra las ataduras—. Debes aprender a obedecer sin cuestionar.

Clara salió de la habitación por un momento, regresando con una pala de madera. Ricardo sintió que el miedo lo invadía, su corazón latiendo frenéticamente.

—Cada acto de desobediencia será castigado —anunció Clara, levantando la pala—. Y tú, Ricardo, acabas de cometer una grave falta. Acabas de perder todos tus privilegios.

El primer golpe cayó con un chasquido, haciéndole soltar un grito de dolor. Clara continuó, cada golpe una lección de sumisión. Ricardo intentó resistir, pero el dolor era abrumador. Primero los golpes fueron dirigidos a sus muslos, posteriormente lo desató de la silla, manteniendo atadas sus manos, para proseguir con sus glúteos. Después de lo que pareció una eternidad, Clara se detuvo y se inclinó hacia él.

—¿Vas a obedecer ahora? —preguntó, su voz suave pero implacable.

Ricardo, con lágrimas en los ojos, asintió débilmente.

—Sí... obedeceré —dijo, su voz apenas un susurro.

Clara sonrió, satisfecha.

—Muy bien. Ahora, vamos a ponerte esos tacones.

Desató a Ricardo y lo ayudó a ponerse de pie. Sus piernas temblaban y el dolor en sus glúteos aún resonaba con cada movimiento. Clara le ofreció los tacones, y él, con manos temblorosas, los aceptó y se los puso. Sentía que caminar sería imposible, pero Clara lo obligó a dar sus primeros pasos bajo su estricta vigilancia.

—Vas a usar estos tacones en todo momento, dentro y fuera de la casa —dijo Clara—. Y cada vez que te los quites sin mi permiso, habrá más castigos.

—¿Ni en la escuela? —preguntó entre sollozos.

—Ni en la escuela, de eso me encargo yo.

Ricardo apenas pudo mantenerse en pie, pero sabíaque no tenía otra opción. Clara lo observaba de cerca, asegurándose de que nohubiera más intentos de rebelión. Cada paso era una lucha, pero Ricardo estabadeterminado a no dar a Clara más motivos para castigarle.

Cambios InesperadosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora