Capítulo 10 - Persecución

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Los jardines del Palacio Imperial de Lutavia recién estaban despertando con el comienzo de la primavera y la subida de las temperaturas. En los parterres que rodeaban el cenador, se comenzaban a ver los primeros brotes de lirios, narcisos, peonías y violetas; acompañados de alguna abeja despistada. Una amplia muestra de olores y fragancias que denotaban el poder que residía en aquella casa.

Eisen tomó su taza de té de lavanda, que los sirvientes acababan de traer junto a una bandeja de pastas, y se dedicó a disfrutar de los cantos de los pájaros mientras le daba un sorbo a la bebida.

Durante un maravilloso instante, los suaves susurros de la naturaleza sólo estuvieron interrumpidos por el trajín de los criados y el repicar de la vajilla.

Y entonces, un deliberado carraspeo de la persona frente a él rompió la sinfonía.

Observó a su hermana, engalanada con un sombrero de ala ancha, unos guantes y un encorsetado vestido; piezas confeccionadas a medida por el último diseñador de moda en la capital.

—¿Todo está bien con Hanz, imagino?

Devolvió la taza a su platillo con delicadeza y se preparó para soportar a su propia sangre.

Myrvka torció la nariz antes de engullir un par de pastas de la bandeja, para luego limpiarse las comisuras de los labios con un pañuelo.

—Por supuesto. Será problema de la institutriz durante un par de horas. Veremos hasta qué punto es capaz de manejarlo. —Se deleitó de sus propias palabras con una carcajada.

Eisen se abstuvo de comentar que sería la tercera empleada que contratarían aquel año, con el dinero que él mismo les destinaba, y en su lugar le dio un nuevo sorbo al té.

—De todas formas, no es eso de lo que quería hablar. ¿Ha habido avances en tu pequeño proyecto o estás gastando el dinero de la corona en cosas sin sentido? Como siempre.

El emperador suspiró, abandonando los resquicios de esperanza que había tenido de mantener una conversación civilizada con su hermana.

—Los ha habido. Están siendo lentos, pero estamos consiguiendo avances.

—Ajá.

Ella entrecerró los ojos y se cruzó de piernas. Abrió el bote del azúcar y con una cucharilla añadió cinco terrones a su taza.

—¿Y qué hay del profesor? Dudo que un viejo vejestorio como él tenga la capacidad de soportar una buena sesión de tortura, ¿cierto? Aunque es bien sabido que tus hombres suelen contenerse. —Agitó el té con la cucharilla, golpeando la cerámica con un ritmo pausado pero contundente—. Si el abuelo estuviera aquí, ese donnadie ya estaría muerto y no quedaría ni una gota de información que exprimir de él.

Aztilan: La ciudad perdidaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora