capítulo 29

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Me encontraba en un lugar que ya había visto antes, con paredes grisáceas, frías y desprovistas de carácter, donde el aire estaba cargado de la tensión del deber y el temor. “¿Pudrirme?” pensaba mientras repetía un mantra en mi mente. Ya más de lo que lo había estado, no le estaría jamás. Repetía las palabras como un niño perdido, asentándolas en el fondo de mi ser.

Repiqueteaba los dedos en mi muslo mientras un suave murmullo de silbidos escapaba de mis labios. En ese rincón del mundo, el tiempo parecía detenerse, pero su inconfundible fragor continuaba. “Cállate,” me espetó aquel oficial que aparentaba tener unos treinta años, con un rostro que me resultaba vagamente familiar.

“¿Te conozco?” le pregunté, dejando un aire de desafío en el aire. Su mirada se endureció, una chispa de reconocimiento cruzó sus ojos, pero no dijo nada. “No, pero yo sí a ti.” La frase me golpeó como una piedra lanzada a la superficie de un lago en calma.

“Me siento afortunado,” continué, sintiendo un retorcimiento en el estómago, “aunque aún sigo confuso. Tenerme arrestado sin pruebas no es muy bueno para ustedes, que digamos.” La arrogancia de mi voz en ese momento me sabía a poder. Era un arma que no dudaba en usar.

“Cállate, Turner.” Él insistió, pero al descubrir que no tenía un control absoluto sobre mí, la rabia y el desdén comenzaron a marcar su paso.

“Puede tutearme,” le dije, sonriendo arrogante. “Soy Caleb, aunque eso usted ya lo sabe.” Quería que supiera que, a pesar de la oscura sombra que se extendía sobre mí, todavía había luz en mi voz.

“Mi padre era el que estaba a cargo del homicidio de tus padres,” dijo él, su tono se volvió más grave, como si cada palabra tuviera un peso monumental. Las palabras me golpearon como una verdad destilada, recordando una herida que intentaba mantener cerrada. “Sigue hablando, sé que hay mucho más,” pensé, pero guardé silencio, incapaz de contrarrestar el torrente de recuerdos que me asaltaban.

A los pocos minutos, ya me estaban sacando a empujones de aquel auto de patrulla, rodeado de miradas acusatorias y desprecios silenciosos. Las paredes de la estación eran más gruesas de lo que recordaba, como si estuvieran tratando de aislarme de todo lo que me era familiar. Me metieron en lo que parecía ser una sala de interrogatorios. La luz fluorescente iluminaba el lugar en un tono estéril y opaco.

Recostado en el asiento hacia atrás, mantuve la calma a pesar de la incomodidad que me causaba. El mismo oficial que había comenzado esta detención se pasó la mano por el rostro, mostrando una mueca que delataba su frustración. A su lado, un hombre mayor, con cabello canoso y una mirada que parecía saber más de lo que quisiera, se presentó.

“Caleb Turner,” dijo el anciano como si estuviera proclamando una sentencia. “Sabes de qué se te acusa y los derechos que tienes, ¿verdad?” Asentí, mirando al techo despreocupado, como si la situación no me afectara ni un poco.

“Y también sabes que no deberías estar relajado,” continuó, su voz cargada de una condena implícita. “Se te acusa de múltiples asesinatos y torturas.” Miré de reojo, sintiendo cómo la incredulidad se interponía entre su autoridad y mi razón.

“¿Cómo se colabora de algo que no hice?” cuestioné, dejando que la incredulidad se inyectara en mi voz. La escena se sintió como un teatro absurdo, y, sorprendentemente, disfruté del papel que me tocó representar.

“La señorita Márquez afirma que en su diario hay escritos muy bien descritos de torturas y homicidios,” dijo el otro hombre, intentando anclarme a su versión de la realidad.

“Oficial, perdón, oficiales,” comencé con tono irónico, “¿ustedes saben lo que es ficción?”

“¿A qué se refiere?” preguntó el anciano, frunciendo el ceño.

“Obviamente, lo que ella leyó fueron mis bocetos para mis novelas de horror. Si no lo sabe, soy, aunque no muy conocido, escritor.” La mirada que ambos hombres intercambiaron decía más que mil palabras, y estaba claro que no les gustaba lo que estaba sucediendo.

De repente, las puertas de aquel pequeño cuarto se abrieron de par en par. Mis ojos se iluminaron. Ay, esos dos siempre de buena ayuda, pensé, contemplando a los mellizos y su padre. No los veía desde hacía años, pero el mayor abogado que había conocido llegaba en mi rescate.

“Qué suerte la mía,” murmuré intercambiaban miradas entre sí. La sonrisa torcida que compartieron me inspiró confianza.

“Ya para finalizar este teatro absurdo,” dije con seriedad, “si usted no lo sabía, oficial, fue Isabella quien vino a mi apartamento, me drogó, lo cual no es muy legal que digamos. Parece que entre sus delirios leyó mi cuaderno para escribir libros.” Me puse de pie de la mesa, firme, y empecé a alejarme, sintiendo cómo el aire se cargaba de tensión.

Brooke y Gray, los mellizos, me miraron con complicidad antes de susurrar lo suficientemente bajo para que solo yo lo oyera. “Te salvamos el pellejo, imbécil.” No pude evitar sonreírles con picardía, mientras su padre seguía conversando con los oficiales que se veían cada vez más frustrados.

En la recepción de la policía parecía claro que ya se habían dado cuenta de que no podía estar preso, no había nada en mi contra, excepto dos jóvenes: uno con traumas por perder a su madre, es decir, Edgar; y una Isabella que había malinterpretado todo. “Qué pena,” pensé, dejando atrás las conjeturas que atormentan a un cerebro que ya había soportado demasiado.

Ellos me miraron con expresiones que decían todo menos alegría, yo simplemente hice una reverencia y sonreí, los mellizos a mi lado, vestidos de negro, tan elegantes como siempre. A medida que los recuerdos trajeron un torrente de sangre y ropa oscura, no pude evitar pensar que la vida tiene una manera peculiar de retribuirnos con lo que más tememos.

Antes de abandonar la comisaría, me aparté de los mellizos unos instantes y me acerqué a Isabella, que estaba de pie, con una expresión que oscilaba entre la repulsión y la rabia.

“Fue un placer seguirles el juego, pero ya acabó,” musité, sintiendo que cada palabra se transformaba en un dardo.

“Ah, y Isabella, querida,” añadí, extendiendo la mano hacia ella. Sin embargo, ella la rechazó con una mirada de asco, como si mi mera existencia la enfermaría.

“¿No me llames así, enfermo?” dijo su voz, cortante como un cuchillo.

“Solo sonreí,” incapaz de contenerme. La situación se tornaba patética y yo disfrutaba cada momento. Edgar me agarró con fuerza del brazo, intentando apartarme de ella.

“Ya me vas a sustituir,” dije, tratando de parecer no tan genuinamente triste.

“Enfermo,” repitió Isabella. “Querido, estás errada, y creo que este otro también.” Las palabras caían pesadamente entre nosotros.

“Aunque bueno,” susurré, acercándome a su oído, “te pierdes mis…”

Y callé, dejando que la insinuación flotara en el aire, “dudo que olvides cómo te aferrabas a las sábanas gritando mi nombre.” Las palabras eran un eco en el aire cargado de tensión sexual y hostilidad. Me despedí sin pronunciar más palabras, sintiendo cómo la vida fuera de aquel lugar continuaba sin mí.

“Que tenga un buen día,” pensé al salir, sintiendo que, en ese momento, el mundo me pertenecía una vez más.

¿Ángel o Pecador?Donde viven las historias. Descúbrelo ahora