13.

2.1K 302 41
                                    

Llevaba una semana y media recibiendo flores de Junior, nada enorme. A veces lo veía y a veces no pero siempre me dejaba una flor en su cama.

Hoy me siento terrible, como si un camión me hubiera pasado por encima. Lamentablemente, ya no podía faltar, había agotado todos mis días hábiles y sabía que Santiago no estaba contento conmigo como para poder pedir más.

Llegué a la puerta de Junior, extremadamente cansada, con el cuerpo cortado y titiritando de frío, pero feliz de que era la última habitación y pronto podría irme.

—¿Qué te pasó? —pregunta sorprendido al verme.

Sonrío levemente.

—¿Puedo limpiar?

—Monserrat, ¿estás loca o qué? —me pregunta, enojado—. Solo a ti se te ocurre venir así.

—¿Qué tiene? —respondo, triste.

—¡Se ve que te estás muriendo! —responde—. Estás toda pálida.

Acerca una mano a mi frente, y noto cómo se enoja aún más.

—Estás hirviendo.

Ruedo los ojos.

—¿Puedo pasar o no?

—Te voy a llevar al doctor.

—Junior, nada más es una gripa, ahorita que...

—Estás loca —dice, entrando al cuarto, y lo veo salir con una chamarra—. Eres una inconsciente, Monserrat.

—Solo me falta tu cuarto y ya.

—Yo lo voy a limpiar. Finge que terminaste —cierra la puerta—. Pásate a cambiar y vámonos.

Asiento y suspiro, comenzando a caminar hacia el elevador.

—¿Sabes qué? No, ven para acá.

Volteo, extrañada.

—Ya conozco tus mudas, y seguramente ni siquiera debes traer suéter.

Sonrío delantandome al escucharlo.

—Pásate, te prestaré algo.

Frunzo el ceño.

—Estás loco, vámonos.

—Estás temblando de frío, pásate.

Estoy a punto de renegar, pero me detiene:

—Te dije que te pasaras.

Suspiro y entro a su cuarto. Lo veo caminar al clóset y sacar un pants negro completo.

—Toma —lo deja sobre la cama.

Ni siquiera tenía ganas de discutir, así que lo tomé y fui al baño. Salí con la sudadera, que evidentemente me quedaba enorme, y el pants, aún más.

Junior se carcajea al verme.

—Ya, tonto —le digo, riendo—, o me lo quitaré.

—Ay, es que te ves tan chiquita.

Se acerca con ternura, me pone el gorro, cubriéndome la cabeza, y pone ambas manos en mis mejillas, besándome la nariz.

—¿Qué? ¿A poco no quieres que nuestro primer beso sea infeccioso? —le pregunto.

Él asiente, sarcástico.

—Vámonos.

Después de dejar mi uniforme y las cosas del trabajo, Junior se ofreció a llevarme al médico.

—Nunca había conocido tan bien una ciudad como esta —dice, manejando—. Todo porque me has hecho recorrerla entera solo para andar detrás de ti.

Sonrío.

—De nada.

—Necesito que ya te cuides bien, te mamas.

—Estás exagerando —bostezo en el asiento.

—Ahorita que nos diga el doctor quién está exagerando —gira el volante—. A mí por eso ya me urge sacarte de trabajar de ahí.

—Ay no, no empieces —digo, irritada—. El que está delirando eres tú.

—Bueno, ya hablaremos de eso cuando estés más cuerda.

Sigue manejando, y en uno de los altos siento cómo me mira y se ríe.

—¿Qué?

—Que te ves bien bonita así, con tu nariz rojita —dice, apretándola—, y con la sudadera de tu novio.

Me río, sonrojada.

—Ya, déjame.

—Nada más no te dejas apapachar —dice regresando sus manos al volante.

Ruedo los ojos, divertida, y me remuevo, dejando ambas manos sobre su brazo mientras me recuesto en su hombro.

Veo cómo evita sonreír, pero su pequeño gesto lo delata. Estiro la cabeza y dejo un beso en su mejilla

—No, déjame —dice, moviéndose con las manos aún en el volante—. No soy tu novio ni nada.

Me río.

—Pues no eres.

—Por eso, hazte para allá.

Carcajeo y vuelvo a dejar otro beso en su mejilla.

—Pero estaría padre que lo fueras, ¿no?

Quito mis manos, separándome de él para dejarlo manejar en paz, pero las toma de nuevo y las coloca en su brazo otra vez.

—Estaría perfecto.

Minutos después, llegamos al doctor. Junior es quien se acerca, e inmediatamente nos avisan que nos pasarán.

—Me encanta esa ventaja de traerte conmigo a todos lados —le digo—. Te llevaré también al súper, a ver si me ahorras la fila.

Sonríe mientras caminamos hacia el consultorio.

—Te lo dije, Monserrat —dice cuando salimos del doctor con receta en manos—. Estás loca, hoy te tenías que quedar todo el día en cama.

—Ya te dije que no me quedan días libres.

Bufé, frustrada, al ver que evidentemente era mi primer día como foco de infección y que se pondría peor.

—No puedo llegar a casa con Mateo —digo mientras caminamos hacia el elevador—. Qué miedo que se enferme.

Asiente mientras nos detenemos en el ascensor.

—Pediré que me dejen quedarme en el hotel —continúo—. Y ya cuando termine mi foco de...

Lo miro molesto y frunzo el ceño mientras subimos.

—¿Qué tienes?

—No te cuidas —responde, negando con la cabeza—. No te interesa.

—Sí me importa.

—Monserrat, tienes un virus que tumba a la gente en la cama de lo fuerte que es —contesta—, y tú te diste el lujo de estar trabajando todo el día.

—No te enojes —le pido—. Tomaré bien las medicinas.

Suspira y asiente. Me mira, confundido, cuando ve que estoy lo más alejada de él.

—¿Por qué estás hasta allá?

—No te quiero contagiar.

Rueda los ojos, riendo.

—No pasa nada.

Las puertas del elevador se abren e inmediatamente caminamos hacia la camioneta.

—No pidas otra habitación en el hotel —dice, encendiendo el vehículo.

—¿Qué?

—Quédate conmigo en mi cuarto.

—No puedo tener contacto con nadie.

—No me importa —responde, manejando—. Quédate conmigo.

—Estás aquí para grabar, no te puedes enfermar.

—Unos días de descanso no me vendrán mal a mí tampoco.

reloj: junior hDonde viven las historias. Descúbrelo ahora