¡Mile haría cualquier cosa con tal de estar con su hijo!
Cuando Teddie se dio cuenta de que estaba embarazada, su turbulento
matrimonio con el magnate hotelero Mile Leonidas ya había terminado.
A partir de aquel momento guardó celosamente el secr...
George estaba dando saltos, y Nattawin se levantó avanzó a paso rápido por la arena hacia donde estaba señalando con el dedito una gran piedra blanca marcada con una «X». Alzó la vista y miró a mile confundido, pero al sentir la intensidad de su mirada entendió de pronto lo que había hecho.
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–Se nos debió de pasar antes –murmuró Nattawin.
Mile levantó la piedra y George y él empezaron a escarbar en la tierra hasta que finalmente dieron con los bordes de una caja de madera. A ojos de Nattawin estaba obviamente demasiado bien conservada para ser una reliquia pirata, pero se dio cuenta de que para su hijo era real. Vio cómo la sacaba y la abría.
–Oh, George –susurró. La caja estaba llena de brillantes monedas doradas. –Qué suerte tienes.
El pequeño alzó la vista para mirar a su mami, con el rostro temblándole de asombro.
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–¿Me lo puedo llevar a casa?
–Por supuesto –Mile tomó la barbilla del niño con la mano–. Esta es mi isla y tú eres mi hijo, y todo lo que tengo es tuyo.
De regreso a la villa, cenaron pronto. George estaba agotado y apenas podía mantener los ojos abiertos, así que Mile lo acostó y se reunió con Nattawin en la terraza.
–Quería darte las gracias por lo de antes –le dijo Nattawin–. Fue algo mágico. Y siento haber llegado a conclusiones precipitadas con la llamada de teléfono. – le apretó la mano.
Mile miró hacia la piscina y frunció el ceño. Bajo el rosado atardecer y con Nattawin sentado frente a él con aquel pantalón corto negro y camisa blanca, la pregunta que le rondaba en la cabeza desde que el salió de su despacho volvió a surgir Con fuerza.
–¿Lo que dijiste antes era en serio? –le preguntó con brusquedad–. ¿No te casaste conmigo por mi dinero?
Mile podía ver la confusión en su mirada.
–Sí, por supuesto. Me habría casado contigo aunque no hubieras tenido ni un penique –nattawin se encogió de hombros y miró hacia la puerta–. Deberíamos entrar ya.
